Me ha resultado cómica la indignada reacción con la que los sedicentes «no-nacionalistas» han respondido a las declaraciones de un jugador del fútbol del Athletic de Bilbao en las que el joven deportista sostenía que los integrantes de la selección española de fútbol representan a «una cosa» por la que «tenemos que darlo todo y respetar». Tertulianos y columnistas de impecable ejecutoria patriótica, le han reprochado, con los aspavientos propios de quien se sabe portavoz de la santa ira nacional, el hecho de no hablar de España ni declararse español con los ojos cerrados y la mano en el pecho.
Resulta comprensible que un «no-nacionalista» de los que muchos que pueblan la piel de toro, aspire a que se hable de España siempre que sea posible, con el fin de ponderar su grandeza y enaltecer sus muchos valores. No será coherente, pero sí es comprensible. Entre otras cosas, porque así son la mayoría de los no-nacionalistas que habitan en mi entorno. No-nacionalistas, por supuesto -es una manera como cualquier otra de llamarse- pero, al mismo tiempo, rabiosamente defensores de la nación española y furibundamente detractores de cualquier afirmación nacional alternativa. Gentes, en definitiva, que reivindican una cosa y hacen la contraria. Por eso digo que resulta comprensible -ya que no coherente- que los no-nacionalistas critiquen a un jugador de fútbol por negarse a convertir su actividad deportiva en una palanca de exaltación patriótica.