Hace una semana se celebraba el día de Europa. La fecha rememora la jornada en la que Robert Schuman hizo la declaración pública en la que anunció la puesta en marcha de la Comunidad Económica del Carbón y del Acero, germen remoto de la actual UE. Como cabía esperar, la fecha transcurrió sin pena ni gloria. En el mejor de los casos, tuvo lugar algún acto protocolario aislado y poco relevante que, por supuesto, en ningún caso revistió entidad suficiente como para neutralizar el impacto público de las angustiosas noticias que todos los días nos abruman en relación con Europa.
La idea de Europa ha despertado entre nosotros evocaciones diferentes que, además, han ido evolucionando a lo largo del tiempo. Hubo un tiempo en el que marcó un horizonte de esperanza. Ortega se refirió a ella como la solución; el problema, a su juicio, era España. Los nacionalistas vascos, que siempre miramos al continente -aunque también a las islas- nos adherimos al proyecto europeo en 1933, con ocasión del Aberri Eguna celebrado ese año en Donostia bajo el lema Euskadi-Europa. Europa era, entonces, sinónimo de futuro, desarrollo y modernidad.
Después, durante el franquismo, la propaganda oficial nos la vendió como la oscura fuente de los horrores. Europa significaba libertinaje, herejía, disipación, e indecencia. Sus símbolos más ignominiosos eran el protestantismo, la guillotina y El último tango en París. Nada positivo cabía esperar de un cenagal semejante. Por eso se cerraron las fronteras a cal y canto.