Después de 47 angustiosos días de ansiedad y agitación, el secuestro del Alakrana ha tocado a su fin. Y como ocurre siempre que se atraviesa un periodo de intensa presión emocional, el alivio inicial ha dado paso al desconcierto. Durante las últimas semanas hemos anhelado con tanta fuerza la liberación del buque y sus tripulantes que, una vez producida ésta, son muchos los que se preguntan, acuciados por la inercia, cual es el objetivo que ahora nos hemos de trazar. Qué es, en definitiva, lo que ahora hemos de hacer.
Algunos aspiran, sin apenas disimularlo, a que el happy end lo eclipse todo. Bien está lo que bien acaba -aseguran- y no es el momento de aguar la fiesta con gestos, actitudes y planteamientos críticos que puedan contribuir a ensombrecer la euforia del momento. No por casualidad, los que así piensan coinciden, en buena medida, con aquellos que, una semana antes de que el atunero cayera en manos de los piratas somalíes, rechazaban en el Congreso de los Diputados la adopción de las medidas de seguridad que hubiesen podido evitarlo. Su objetivo es claro: ocultar los problemas y eludir responsabilidades. Y en esto es preciso reconocerles una coherencia impecable. Antes de que estallara la crisis del Alakrana, ignoraron, con displicencia, los problemas de seguridad que afectan a los atuneros del Índico. Y ahora, una vez resuelta -suponiendo que lo esté del todo, que ya es mucho suponer-, pretenden volver a la situación anterior y actuar como si nada hubiese ocurrido durante los últimos dos meses.