Recuerdo que, cuando era niño mi padre conducía un magnífico Chevrolet made in USA, de color granate y cubierta blanca. Era un automóvil sensacional: espacioso, original y potente. O así, al menos, me lo parecía a mí, que no perdía ocasión para penetrar en su interior y hurgar por todos los rincones. Le acompañaba, además, una leyenda gloriosa, que estimulaba activamente mi infantil imaginación. Era un vehículo de quinta mano. Antes que a mi padre había pertenecido a otros cuatro propietarios; algunos de los cuales, por cierto, habían sido nada menos que ciudadanos norteamericanos. La aventura de reconstruir la cadena de titulares que se habían sucedido en la propiedad del coche me seducía tanto que ocupé largos ratos de mi tierna infancia imaginando a los que podían haber ocupado aquellos mismos asientos desde que salió de la fábrica hasta que, varios lustros después, llegó a manos de mi padre. En la familia circulaba la especie de que había pertenecido a un alto funcionario de la Embajada de los EEUU en Madrid, que fue quien lo trasladó desde Washington. Sensacional. Aquel coche formó parte esencial de mi imaginario infantil. Todavía lo recuerdo con especial cariño. Después, fue sustituido por un Seat 1500 fabricado en España. Pero aunque este último era de primera mano, ya nada fue igual. El Seat era un coche sin historia, que carecía de fuerza evocadora. Un vehículo normal. Del montón. Exactamente igual a tantos otros que circulaban por nuestras calles y viales.
Hace algún tiempo me encontré en La Habana un Chevrolet idéntico -o, cuando menos, muy parecido- al que tenía mi padre. Todavía es posible toparse con este tipo de joyas en las carreteras cubanas. Lo examiné con detenimiento, rescatanto de los registros pasivos de mi memoria, algunos pasajes de la infancia que la vista del vehículo me hizo recordar. Un botón situado en el extremo derecho del cuadro de mandos, despertó en mí un recuerdo curioso. Por su forma o por su color -no soy capaz de identificar la causa con exactitud- aquel botón provocaba en mí una extraña atracción. Una atracción tan intensa, que una incontenible fuerza interior me impelía a tocarlo cada dos por tres. Pero mi padre, siempre alerta al volante, me reprendía con gesto severo cada vez que lo intentaba: Ez ikutu hori!