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Posts Tagged ‘No-nacionalismo’

Son muchos los sedicentes no-nacionalistas que defienden una concepción esencialista de la nación -o, si se prefiere, Nación, con mayúsculas, que es como la Constitución de 1978 alude a la española- con la que se consideran identificados. Esa es la gran paradoja en la que incurre el sedicente no-nacionalismo en Euskadi. Y en Catalunya, claro. Que critican con fiereza los males intrínsecos al «nacionalismo»  -el «nacionalismo», para ellos, sólo es el vasco y el catalán- desde presupuestos teóricos que se incardinan en el más rancio y sectario nacionalismo español. Esta inmensa paradoja, la ví reflejada, una vez más, en un artículo recientemente publicado en el diario ABC por el vicesecretario general del PP, Esteban González. «España sin Cataluña -sostiene en él- no es España, ni siquiera el resto de lo que quede de España. España sin Cataluña sería sólo el residuo más grande de lo que España fue. Y Cataluña independiente, por su lado, no dejaría de ser una porción de la antigua España. Por eso, insisto, no lo llaméis independencia de Cataluña cuando lo que se discute es la disolución de España […] Españoles y catalanes somos lo mismo, misma piel, misma carne, mismo espíritu. Quizá sólo debamos hablar más un idioma común, aunque sea en dos lenguas.»

El artículo está redactado sin aristas; sin estridencias; sin agresivas beligerancias. Está tejido con pasajes rebosantes de cercanía, cariño y afecto. Es, todo él, un efusivo abrazo. Aunque cuando uno concluye su lectura se da cuenta de que se trata, en realidad, del abrazo del oso. El único tipo de abrazo en el que se puede plasmar una concepción tan esencialista de la nación que habla apodícticamente de lo que ésta «es»  y de lo que «no es», de lo que «sería» y de lo que «no dejaría de ser», al margen de lo que sus ciudadanos puedan opinar al respecto.

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Patxi López ya tiene su  leit motiv electoral. Dice que necesita «cuatro años más de gobierno socialista». Nada menos. Y ante la explícita manifestación de su deseo de continuar en el cargo, no son pocos los vascos que han clamado, angustiados:  Libera nos domine.

López habla de «cuatro años más de gobierno socialista». Y lo dice como si el mandato que inició de la mano de Basagoiti en mayo de 2009, hubiese durado cuatro años; lo cual es -afortunadamente- falso. Lo dice, también, como si lo que él ha presidido desde entonces, hubiese sido un auténtico gobierno; lo cual es -desgraciadamente- falso. Y lo dice, en fin, como si la andadura institucional que concluirá el próximo 21 de octubre, hubiese tenido un claro marchamo socialista; lo cual es -evidentemente- falso.

Todo es falso, como se ve, en su divisa electoral: el balance de lo hecho y, por ende, la definición de que le gustaría seguir haciendo. Porque si lo suyo no ha durado cuatro años, ni ha sido un gobierno, ni ha sido socialista, pretender que se prolongue en el tiempo como «cuatro años más de gobierno socialista», es algo que se sitúa entre la temeridad y la alucinación.

Pero, desgranemos un poco el lema de López.

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En más de una ocasión me he referido en este blog a las notables peculiaridades que reviste el sediciente no-nacionalismo que opera entre nosotros. En Euskadi, contra lo que a primera vista pudiera parecer, un no-nacionalista no es alguien que se siente ciudadano del mundo y abomina de todo lo que tenga que ver con la organización territorial del planeta en comunidades políticas conocidas como naciones. No es, como decía Ernesto Sábato un «ateo de las naciones». Tampoco es un apátrida voluntario que ha renunciado a todas las nacionalidades a las que podía haberse acogido, para ser consecuente con la idea de una patria global que debe incluir a toda la humanidad. Y en fin, tampoco es un anarquista que no admite más entidad política que la del individuo y, por ende, desprecia de raíz todo proyecto de agregación humana articulada.

En Euskadi, un no-nacionalista es, por regla general, un acendrado nacionalista español, que vive con entusiasmo y hasta exaltación su pertenencia a la que considera la única Nación real de los vascos y lucha con denuedo por garantizar su continuidad histórica. Estos días lo hemos visto con claridad cuando, ante las quejas formuladas por Mayor Oreja -un no-nacionalista cuyos planteamientos políticos descansan sobre un presupuesto tan ardientemente nacionalista como el de que «España es una gran Nación»- contra las decisiones adoptadas por el Ministerio de Interior en relación con Josu Uribetxeberria, otro no-nacionalista como Basagoiti ha respondido que al PP le importan un «bledo» los presos de ETA y, en este momento, no tiene más preocupación que la de asegurar «que el País Vasco siga siendo España y que España siga siendo España».

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Durante este tórrido mes de julio que ya se aproxima a su fin, he detectado cierta inquietud en los pasillos del Congreso de los diputados por la «preocupante insensibilidad» con la que los electos que ocupamos escaño en la cámara baja, hemos dejado pasar, sin festejarla adecuadamente, una fecha tan reseñable para la historia de España como la del octavo centenario de la batalla de las Navas de Tolosa, que se cumplió, si las crónicas dicen la verdad, el pasado lunes día 16. Acuciada, sin duda, por el medio para el que trabaja, una joven reportera me preguntó, por aquellos días, en el patio contiguo a la verja del Congreso, si me parecía normal que nadie, en la cámara, hubiese hecho elmás mínimo intento de evocar uno de los principales jalones históricos que han contribuido a conformar «la España constitucional del siglo XXI». Y quiero suponer que, como a mí, la pregunta -estrambótica donde las haya- les fue formulada, también, a los demás portavoces de la cámara.

Ese mismo día -lo descubrí cuando llegué a mi despecho- un diputado del PP publicaba en la prensa escrita un artículo de opinión que, gráficamente, titulaba: «1212 + 1812 + 1912 = 2012«. Los sumandos reflejaban fechas que, en su opinión, conformaban hitos decisivos en la historia española. Y el primero de ellos -1212- evocaba, más concretamente, la batalla de las Navas de Tolosa; la que ha sido desafortunadamente olvidada, según el imaginario nacionalista español más acendrado. El artículo, huelga decirlo, rezumaba un sobrecargado perfume patriótico. Patriótico-español, evidentemente. Su autor, comenzaba el escrito lamentando no haber podido participar en el homenaje que el Ayuntamiento de La Carolina «tributó a la batalla de las Navas de Tolosa, librada en aquel suelo ochocientos años atrás». Y le daba contiuidad, expresando su pesadumbre por «la indiferencia con que, en general, se ha contemplado este octavo centenario». A lo que nuestro patriótico diputado añadía que,

«Si fueramos ingleses o norteamericanos, como ha escrito Pérez Reverte, habríamos rodado, sin complejos ni miedos, una gran película épica sobre el tema. Sin embargo, hacemos lo contrario. Nos tapamos nuestra propia historia, como si nos diera vergüenza ser quienes somos. Como si lo de ser españoles fuera una característica que conviniera disimular. Hemos consentido que sea políticamente incorrecto hacer memoria de los héroes, los sacrificios y la ambición con que se forjó nuestra patria»

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A principios de semana vino a caer en mis manos una hoja suelta de un diario cuya etiqueta de cabecera no alcanzo a recordar. El titular que encabezaba la hoja daba cuenta de unas declaraciones públicas en las que el dirigiente socialista, Rodolfo Ares, afirmaba que el Lehendakari «ha renunciado a gobernar» y, a estas alturas de la legislatura, se dedica únicamente a «ganar tiempo». Me sorprendió coincidir tan plenamente con las tesis de Ares, porque rara vez comparto sus planteamientos. Sin embargo, en esta ocasión no era así. Ambos pensábamos igual. Porque yo también creo, como él, que Patxi López «ha renunciado a gobernar» y se limita «a ganar tiempo». Con la única diferencia de que, mientras él piensa que la renuncia a gobernar del inquilino de Ajuria-Enea es algo que ha tenido lugar recientemente, yo soy de la opinión de que, en realidad, nunca ha hecho algo que, siquiera remotamente, pueda ser considerado como gobernar.

La lectura del artículo incrementó más aún si cabe mi sorpresa. Ares -decía el texto- «expresó en un comunicado su decepción por el rechazo del lehendakari a adelantar las elecciones o someterse a una moción de confianza. En su opinión -añadía- esa actitud le sitúa fuera de la realidad y de lo que viene demandando la propia sociedad vasca». Vaya, pensé. No puedo está más de acuerdo con lo que dice Ares. Lo que me sorpende es que lo diga Ares. No me cuadra.

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La X Legislatura ha dado comienzo bajo la égida de la marca «España»; una idea muy cara a los populares. Rajoy hizo referencia a ella en la sesión de investidura y el ministro de Asuntos Exteriores, García-Margallo, la ha presentado en la comisión correspondiente, definiéndola como «un proyecto que desea aunar todas las voces que componen ese coro, que es la imagen de España y dotarlas de una única partitura». También la ha caracterizado como «la piedra angular» en la que convergen «la diplomacia económica y la diplomacia pública».

No habíamos conseguido precisar aún en qué consiste exactamente lo que el Gobierno pretende hacer con ese curioso proyecto de marca, cuando el Grupo Parlamentario Popular se descolgó, hace unas semanas, con una Proposición No de Ley en la que se instaba al Gobierno a «desarrollar un Plan General de Marca España […] que sirva para promover una imagen potente de España en el exterior como un factor estratégico de competitividad y prosperidad para la sociedad española». El Plan en cuestión, había de realizarse, según la iniciativa de los populares, «en el marco de los principios de austeridad presupuestaria de la presente Legislatura». Y debía abarcar «todas las dimensiones» que configuran la imagen española: «económica, cultural, social, empresarial, deportiva, tecnológica, histórica y medioambiental».

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Si cuando anunció que, en 2012, el déficit público español no iba a ser del 4,4% del PIB, tal y como exigía Bruselas, sino del 5,8%, Rajoy no hubiese afirmado que se trababa de una “decisión soberana”, todo lo que ha sucedido después hubiera quedado reducido a un pulso institucional de los numerosos que se libran todos los años entre la UE y sus Estados miembros. Pero lo dijo. Y al hacerlo, enardeció el orgullo patrio de más de un no-nacionalista, de esos que, pese a su no-nacionalismo, llevan años esperando del Gobierno de España un gesto viril de afirmación nacional. Por ello, nadie puede impedir que ahora, después de que Rajoy aceptase el 5,3% que finalmente le impuso la Eurozona, muchos se pregunten angustiados por la salud que atraviesa la soberanía española. ¿Qué será de ella?

"Sovereign Building" en Filadelfia

En los días previos a la reunión del Eurogrupo que corrigió la “decisión soberana”, dejando patente dónde se encuentra de verdad la soberanía, el Gobierno ya fue alertado sobre el riesgo que entrañaba el recurso a una retórica tan patriótica como innecesaria. Vidal Folch anotaba el pasado fin de semana que teniendo “mucha razón en el qué”, corría riesgo de perderlo todo por “un mal cómo soberanista” (“Lo que Europa exige a España”, El País, 8.03.12) En el mismo sentido, José Ignacio Torreblanca observaba en otro artículo que:

“…las referencias a la soberanía hechas pora Rajoy para justificar su decisión marcan la línea argumental contraria a la que se debería adoptar. Sea lo que sea la soberanía, si de lo que se trata es de la capacidad de fijar los objetivos de déficit público para el año fiscal, es evidente que España no es un país soberano. Lo contrario es hacerse trampas a uno mismo y hacérselas ala opinión pública española que, con razón, percibe que, hoy en día, en una unión monetaria sometida a una enorme presión por parte de los mercados financieros y en donde nos hartamos de repetir que las decisiones de Atenas o Roma tienen un impacto decisivo sobre el futuro de España, esa soberanía es una ficción” (“El canario en la mina”, El País, 9.03.12)

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El proceso abierto en el seno del PSOE para la elección de la persona que ocupará la secretaría general de esta formación política durante los próximos cuatro años, se está viendo salpicado por declaraciones de militantes afines a las dos candidaturas, en las que se advierte un cierto regusto neonacionalista español. No lo digo como crítica –cada partido es libre de marcar la línea política que más le apetezca- sino como constatación; como una constatación que.-sería absurdo negarlo- incluye, en mi caso, un punto de inquietud por las consecuencias que puede acarrear. En cualquier caso, no puedo dejar anotarlo aquí: en los últimos días me parece advertir en el seno del PSOE un claro rearme de la retórica nacional española, que parece querer saldar cuentas con el pasado más reciente, con el propósito de recuperar la firme vocación españolista de esta formación política.

El acceso de Zapatero a la cabeza del partido socialista y su posterior encumbramiento a la presidencia del Gobierno, vinieron acompañados de un discurso y unas actitudes que, de alguna manera, reflejaban un cierto desapego con respecto a la idea nacional española. Recuerdo una conversación que mantuve con Jesús Caldera en torno al año 2004, en la que el entonces ministro de Trabajo y Seguridad Social, intentaba convencerme de que la generación que en aquellos momentos se encontraba en la dirección del PSOE -la elegida en el Congreso de julio de 2000- carecía de afectos y emociones nacionales, porque el discurso patriotero del españolismo, auspiciado desde la derecha, nada les había aportado en su desarrollo vital, personal o profesional. Sus afectos y emociones políticas -argumentaba Caldera- se articulaban en torno al eje de la igualdad y la solidaridad, no alrededor del eje nacional español. “¿Qué me han dado a mí la retórica nacional española y los valores que la sustentan?” “¿Qué nos han aportado a los socialistas de mi generación?” “¿Acaso nos ha proporcionado estudios, trabajo o condiciones para el desarrollo personal?”

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En una entrevista que concedió hace ya más de una década a la revista Talaia, Javier Corcuera, catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad del País Vasco, hacía un alegato en toda regla en contra del Concierto Económico y del modo en el que se está aplicando en Euskadi, y concluía su reflexión con un nota digna de ser tenida en cuenta: “Pero esto que estoy diciendo no lo podrá decir nunca ningún partido de aquí. Y creo que seremos pocos los particulares que nos atrevamos a sugerirlo”.

Desconozco lo que Corcuera quería significar exactamente con la expresión “partido de aquí”, pero lo cierto es que el Concierto Económico siempre ha tenido enemigos en tierra vasca. O dicho en otros términos, a las tesis de Corcuera nunca les han faltado aliados entre nosotros. No me refiero a los vascos que han mirado con reticencias al régimen concertado, ni a los que han ido fijando su posición con arreglo a la dirección en la que soplara el viento, sino a los que han defendido abiertamente su eliminación. A lo largo de los años, españolistas recalcitrantes, centralistas ortodoxos, uniformistas convencidos y furibundos antinacionalistas, de origen vasco, nacidos en Euskadi o residentes en ella, se han esmerado en aportar argumentos para denostar una institución, que consideraban un privilegio insolidario, y reclamar con urgencia su supresión.

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El entorno mediático de la derecha española festeja, hoy, con ponderada satisfacción, el discurso patriótico con el que José Bono adornó la celebración oficial del 33º aniversario de la Constitución española de 1978. Según refieren las crónicas, su alocución arrancó con un contundente, «hoy es fiesta nacional de España», y apeló reiteradas veces a una «unidad» que, a su juicio, debería hacerse efectiva en los tiempos que corren, por encima de las diferencias ideológicas que separan a los partidos políticos. Una suerte de unidad espiritual que recordaba demasiado a la de «los hombres y las tierras de España»  que el punto IV de la Ley de los Principios del Movimiento Nacional elevaba a la categoría de «intangible».

 

En la prensa conservadora hay comentarios que califican la disertación de «irreprochable». Y tampoco faltan quienes se muestran gratamente sorprendidos -otra cosa es que lo estén de verdad- por el hecho de que una voz socialista sea capaz de vibrar públicamente en tan encendida clave patriótica. En cualquier caso, la impresión que transmiten los cronistas y columnistas es, en general, grata y positiva.

Nada tengo que objetar a todo ello, evidentemente. Ni al discurso, ni a las glosas. Soy respetuoso con la libertad de expresión y, además, siempre resulta interesante ver a los «no-nacionalistas» celebrando sus hitos e iconos nacionales. Hay, sin embargo, un aspecto de lo ocurrido que no puedo dejar de observar. En la mayoría de los casos, el aplauso a Bono va acompañado de severos reproches a los que no participamos en la fiesta. Pero tengo para mí que, en lugar de recriminaciones, les vendría bien formular una reflexión autocrítica. Este año, las ausencias han sido más numerosas que nunca. Y no me refiero a las de los presidentes autonómicos que, como Patxi López, han preferido aprovechar el puente e irse de vacaciones, no. Estoy pensando en las ausencias conscientes y deliberadas, que no han querido participar en la celebración del 6 de diciembre, porque consideran que ese día no tienen nada que celebrar. Al listado habitual de formaciones políticas que nunca asistemos a los actos oficiales organizados por el Congreso para conmemorar el aniversario de la Carta Magna, se han sumado, este año, otras dos siglas: CiU e IU.

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