Ha sido interesante ver a la candidata a lehendakari de la izquierda abertzale reivindicando a José Antonio Agirre en el balcón principal del hotel Carlton de Bilbao. Y digo que ha sido interesante porque la imagen de Agirre ha representado, en muchos aspectos, el arquetipo de militante jeltzale. No está mal que la izquierda abertzale empiece a reconocer, aunque no sea más que a través de gestos de este tipo, que el modelo a seguir es el del PNV.
Podían haber reivindicado a Monzón, que formó parte, también, del gabinete de Agirre, aunque luego se fuera alejando de él hasta acabar rodeándose de marxistas doctrinarios de obsesiones revolucionarias. Todo el mundo lo hubiese entendido. O a Gonzalo Nárdiz, que perteneció a ANV, por poco que tuviera que ver aquella ANV -a la que perteneció, por cierto, mi abuelo materno- con la que reemergió de sus propias cenizas en la etapa de las ilegalizaciones. También podían haber reivindicado al comunista Juan de Astigarrabia, consejero de Obras Públicas, que acabó expulsado de su partido por su «compadrazgo» -la expresión es literal- con la política burguesa y favorable al capital auspiciada por Agirre. Pero no. La figuran que reconocen y ensalzan es la de Jose Antonio Agirre; el destacado militante del PNV, formado por los jesuitas, que lideró la Juventud Católica de Bizkaia, formó parte del Consejo Superior de Acción Católica, gestionó prematuramente la empresa familiar, combatió con ardor la división ideológica entre derechas e izquierdas -que calificó de «fraseología ridícula»-, condenó rotundamente la violencia -en las Cortes republicanas afirmó el 1 de octubre de 1936 que «Cristo no predicó la bayoneta, ni la bomba, ni el explosivo para la conquista de las ideas y de los corazones, sino el amor»- y desarrolló una praxis política básicamente leal con la legalidad republicana. ¿Sabrán todo esto los publicistas que decidieron poner la imagen de Agirre al servicio de la estrategia preelectoral de la izquierda abertzale?