La mentira es una de las fallas que menos se tolera a los políticos. Cuando evalúa a sus clases dirigentes, la sociedad contemporánea tolera los errores admitidos con humildad y sencilllez -máxime si son la consecuencia indeseada de actuaciones bienintencionadas- pero censura con severidad la falsedad consciente y la mentira deliberada. Por eso estoy convencido de que que, antes o después, López acabará pagando el zafio embuste con el que pretendió engañar a los electores vascos cuando aseguró, durante la última campaña electoral, que nunca pactaría con un partido como el PP, abiertamente antinacionalista y antisocialista. Sabía que lo iba a hacer, que iba a acabar cerrando un trato con las huestes de Rajoy, pero no tuvo reparo alguno en negarlo «una y mil veces» hasta la víspera misma de la jornada de reflexión.

López y sus compañeros del grupo de "bailes vascos", ejecutando una danza típica de la zona montañesa de Navarra
Pero hay políticos que, junto a la mentira explícita -que consiste en prometer lo contrario de lo que se sabe que se va a hacer- recurren, también, a una técnica más refinada y sutil para engañar a los ciudadanos. Sin llegar al extremo de mentirles con descaro e insolencia -esto último sólo puede hacerlo impunemente quien cuente con la complicidad servil de los medios de comunicación- se acogen a la refinada práctica de sugerir, con obras y gestos, una actitud o un propósito radicalmente distintos a los que realmente se abrigan. Es decir, dan a entender una cosa, cuando saben a ciencia cierta que harán la contraria. El engaño es igual de grave en este caso, pero digamos que es menos ostensible; se nota menos. Pasa más desapercibido.