Hace unos meses -fue, por supuesto, antes de la última campaña electoral- publiqué un post en el que advertía al público de que, una vez celebrados los comicios y constituído el Gobierno que saliera de las urnas, íbamos a encontrarnos con una rigurosísima política de ajuste y recortes (Cfr. «Recortes aparentes y reales», publicado el 28.09.11) Era la época en la que un PP altruista, generoso y refractario a los recortes sociales, caricaturizaba a Rubalcaba con el apelativo de Alfredo Manostijeras, y este prometía que, si los socialistas ganaban las elecciones, iban a subir las pensiones y el sueldo de los funcionarios.
Pues ya ven. La primera en la frente. Nada más constituirse, el Gobierno de Rajoy ha aprobado un paquete de medidas para la prórroga presupuestaria que, si no han generado un colapso colectivo, es porque la inconsciente algarada del fin de año ha contribuido a poner vaselina a la noticia. El gasto público se ve sometido a los implacables efectos de la motosierra. Y lo es, entre otros, en aquellos capítulos que más necesarios resultan para favorecer el crecimiento de la economía: Fomento e I+D+i. Con estos mimbres, la recesión está cantada. Pero es que, además, se incrementan los impuestos: el IRPF, en todos los escalones de la tabla, las rentas de capital y el IBI. Con lo que la capacidad de gasto de los ciudadanos disminuirá un poco mas y se acentuará la contracción del mercado interior. Con estas medidas, el crecimiento económico se sitúa, al menos a corto plazo, en el terreno de la quimera. Y si no hay crecimiento, no hay empleo. Es de cajón. Todo se subordina al idolatrado equilibrio presupuestario, que se ha convertido en el becerro de oro del siglo XXI.