No resulta posible predecir con un mínimo de precisión el grado de participación que los electos de Amaiur tendrán en las cámaras legislativas del Estado español durante los próximos cuatro años. Y no resulta posible hacerlo porque, antes, durante y después de la campaña electoral, desde sus filas se han hecho declaraciones públicas muy diferentes sobre el particular. Diferentes y, en ocasiones, hasta contradictorias. Han dicho que asistirán puntualmente a las sesiones parlamentarias y han dicho, también, que tendrán en las Cortes una presencia permanente. Han dicho que se implicarán sin reparos ni complejos en el grueso de los debates que se planteen en Madrid y han dicho, también, que sólo participarán en las cuestiones que conciernan a Euskal Herria. Han dicho de todo, dependiendo, en parte, de la persona que hablaba en cada momento -no todos asumen, de la misma manera, la [nueva] estrategia de participar en unas instituciones españolas que hasta ayer mismo se despreciaban- y, en parte, también, del partido al que pertenece. Porque en esto -como en otras muchas cosas- no es igual un portavoz de EA, que siempre ha ocupado escaños en Madrid y no abandonó las Cortes hasta que las urnas le arrebataron, en marzo de 2008, el último que le quedaba, que un militante de la izquierda abertzale que se ha pasado años tachando de colaboracionistas y claudicantes a los nacionalistas vascos -incluidos los de EA- que concurríamos a las elecciones generales y participábamos con normalidad en los trabajos parlamentarios del Congreso y el Senado.

Diputados de la Minoría vasca en las Cortes de la II República, ante el féretro de su compañero Ramon de Bikuña, fallecido en 1935
No se cuál es el criterio que finalmente se impondrá. Pronto lo veremos. Pero si acaba prevaleciendo el de no participar más que en los asuntos que afectan a Euskal Herria, me parece interesante recordar que no se trataría de un planteamiento inédito y sin precedentes. Durante años -antes, por supuesto, de la presente etapa democrática- los diputados y senadores del PNV se condujeron con arreglo a un planteamiento similar. Participaban en las elecciones generales y ocupaban escaño en las Cortes, pero tenían orden de no implicarse en los trabajos parlamentarios más de lo que fuera estrictamente indispensable para la defensa de los intereses vascos y, más concretamente, de su autogobierno. Podríamos remontarnos más atrás, pero creo que la experiencia de la II República resulta clarificadora y suficiente para ilustrar esta cuestión.
En efecto, entre los años 1931 y 1936, el PNV tuvo diputados propios en las Cortes republicanas. Seis en las constituyentes -a los comicios de 1931 concurrió en coalición con tradicionalistas e independientes católicos-, doce durante el bienio negro y nueve en la legislatura del Frente Popular. Sin embargo, basta repasar los diarios de sesiones del periodo para darse cuenta de que -salvo en el caso de Irujo y alguno más- su participación en los trabajos parlamentarios de la cámara no fue particularmente intensa. Si como muestra sirve un botón, valga el testimonio de Telesforo de Monzón, cuando reconocía a Iñaki Anasagasti en 1973 que “no hablé mucho aquellos años en el Congreso” [Llámame Telesforo, pág. 39]
Esa menguada participación a la que alude Monzón -que se puede contrastar sin dificultad en los registros oficiales- no era fruto de la indiferencia o de la pereza. Era expresión de la consigna que los diputados nacionalistas recibieron de su partido para no implicarse en la labor parlamentaria más que en la medida en que fuera estrictamente necesario para defender Euskadi y trabajar por el Estatuto. Para un nacionalista vasco -decían- no era lícito involucrarse más.