Cuando el PSOE y el PP negociaban, hace ya casi una década, los nombres de las personas que iban a proponer al Congreso para abordar la última renovación parcial del Tribunal Constitucional que se ha llevado a cabo en la cámara baja, recuerdo que Jesús Caldera, a la sazón portavoz del Grupo Socialista, declaró en rueda de prensa que nunca iba a votar a favor de Roberto García Calvo, que por aquellos días se esbozaba en la prensa como uno de los posibles candidatos que los populares querían aupar al alto tribunal, porque era un “fascista”. La acusación se basaba, entre otras cosas, en el hecho de que el curriculum profesional de García Calvo, incluía una etapa de colaboración efectiva con la Administración Pública anterior al período democrático.
Pese a la bravata de Caldera, las negociaciones continuaron durante las semanas siguientes y las diferencias existentes entre los dos partidos fueron reduciéndose paulatinamente hasta que, por fin, se hizo posible el acuerdo. Y el acuerdo incluía, por supuesto, a García Calvo, porque el PP no se avino a renunciar a él. Caldera tuvo que comerse sus palabras y apoyar, con su voto, a quien tiempo atrás descalificara tan acremente haciendo notar su dudoso pasado político y sus visibles querencias reaccionarias.