Ayer tuve conocimiento del fallecimiento, tras una larga agonía, de José Antonio Labordeta, poeta, cantante, excursionista, escritor, cronista, profesor y político comprometido con las ideas de izquierda y el desarrollo de Aragón; territorio éste al que representó en el Congreso de los Diputados durante ocho largos años, bajo las siglas de la Chunta Aragonesista. En hemiciclo había circulado ya la noticia que hablaba de su precario estado de salud. Pero el hecho fatal siempre sorprende. Incluso al que lo tiene por inevitable e inminente. Soy de los que piensan que nunca, nadie, está lo suficientemente preparado desde el punto de vista psicológico como para que la muerte de un conocido le resulte absolutamente indiferente. Y reconozco que la noticia me ha apenado. Casi instintivamente, me ha llevado a ojear el ejemplar de su novela El remolino que obra en los estantes de mi biblioteca, y a repasar la cariñosa dedicatoria que José Antonio estampó en su tercera página el 29 de noviembre de 2007. Pronto se cumplirán tres años de ello.
La obra narra la microhistoria de un pequeño pueblo aragonés en los albores de la Guerra Civil. Y refleja, creo que con bastante fidelidad, gran parte de sus percepciones sobre la vida, la diversidad de los seres humanos, la complejidad de su comportamiento y la rudeza del Aragón profundo que conoció durante su juventud. La legislatura concluía y José Antonio había anunciado que era la última. No tenía intención alguna de volver al hemiciclo. Y pensé que el mejor recuerdo que podía recabar de él, sería un ejemplar dedicado del último libro que había puesto en el mercado. Después, ya retirado de la política activa, ha publicado otro título en el que registra sus experiencias político-parlamentarias.
Labordeta y yo nos estrenamos en las lides parlamentarias en las mismas fechas: en la primavera del año 2000. Ambos cogimos el primer acta de diputado tras aquellos comicios en los que las candidaturas encabezadas por José María Aznar alcanzaron en las urnas los votos suficientes como para sumar 178 escaños; una holgada mayoría absoluta. Ambos procedíamos, por otra parte, de listas electorales conformadas en territorios muy concretos del Estado español. En su caso Aragón y, en mi caso, Euskadi. Sin embargo, había más de una diferencia entre nosotros. Él venía solo y no tenía más remedio que integrarse en el Grupo Mixto. Yo, por el contrario, tuve la suerte de formar parte de un Grupo parlamentario histórico, el Grupo Vasco, que combinaba, sabiamente, experiencia y renovación. Él sumaba ya 65 años; la edad legalmente establecida para la jubilación. Yo no había cumplido aún los 40 años. Como se ve, los retos a afrontar eran parecidos en ambos casos -se trataba de hacer oposición a un Gobierno muy conservador, de fuertes pulsiones centralistas- pero nuestras circunstancias personales, notablemente dispares.
Labordeta siempre mantuvo con nosotros una relación cordial. Durante el primer cuatrienio compartimos pasillo, en el segundo piso de la primera ampliación, lo que nos hizo compartir muchos momentos entrañables. En aquellos años duros para la política parlamentaria, José Antonio siempre tenía en la boca un comentario ocurrente, que servía para aliviar la tensión -aquella angustiosa tensión que generaba el impenetrable ceño de Aznar- o relajar los ánimos. A los jóvenes asistentes del PP que leían ávidos los titulares de la prensa más conservadora, les recomendaba, jocosamente, cambiar de hábitos de lectura. En las edades tiernas, cuando el ser humano va forjando su personalidad -decía- no son recomendables las lecturas destructivas. El erotismo puede ser bueno -remachaba- pero la pornografía no.
En el Pleno tuvo un par de intervenciones sonadas, que tuvieron mucho impacto en los medios de comunicación. En una ocasión, se explayó contra un grupo de jabalíes populares, que le hostigaban desde sus escaños mientras él se esforzaba en hacerse entender desde la tribuna. Cansado de escuchar sus invectivas, paró, se puso serio y adoptando un tono grave y recriminatorio, y les mandó, textualmente, «a la mierda», argüyendo que ya estaba bien de prohibir la palabra. Lo habían hecho durante cuarenta años desde las tripas del franquismo y ahora, en la era democrática, volvían a hacerlo desde el interior mismo del Parlamento, coartando al orador y amputando su libertad de expresión. En otra ocasión, tuvo un enfrentamiento con Aragonés, el diputado popular que durante la presidencia de Aznar ejerció de consejero áulico en La Moncloa. Mientras Labordeta hablaba desde el escaño, Aragonés intentaba interrumpirle repitiendo insistentemente una frase: «la mochila», «la mochila». Se refería al programa de televisión en el que Labordeta se paseaba con una mochila por las tierras españolas, visitando comarcas, comentando paisajes y manteniendo entrevistas con algunos de los personajes más populares de cada localidad. Aburrido de aquella perorata burlona, José Antonio estalló, irritado, pronunciando con voz atronadora: «Cállate de una vez, gilipollas». Todos los presentes nos vimos sorprendidos por aquel súbito cambio de tono y giramos la mirada hacia él. Pero Labordeta continuó su discurso hasta el final. Eso sí, el personaje al que pidió que se callase, se calló. Vaya si se calló. Durante las semanas siguientes, aquel curioso episodio circuló hasta la saciedad por el espacio radioeléctrico. Fue reproducido una y otra vez por todas las televisiones y emisoras de radio. Unas lo hicieron paradestacar aquel brote de originalidad en un hemiciclo habitualmente gris, y otras, sencillamente, para dejar patente la baja ralea de algunos diputados de la oposición. El pobre Labordeta se lamentaba meses después, observando, apesadumbrado, que algunas señoras le detenían en la calle para reñirle por aquel desahogo.
La primera legislatura de Zapatero, fue algo muy distinto. Labordeta le apoyó en la investidura y votó a favor de gran parte de sus iniciativas, convencido, como estaba, de que, tras la negra experiencia de Aznar, las fuerzas de izquierda habían de esforzarse en respaldar el esfuerzo normalizador impulsado desde un ejecutivo socialista. Pero tampoco en esta fase dejó indiferente a la cámara. Su natural bonhomía se desparramaba en resignados gestos de comprensión, cuando el presidente de la cámara, Manuel Marín, confundía su apellido y le llamaba Sagaseta en lugar de Labordeta. No era, como cabe suponer, una equivocacía inocua. Fernando Sagaseta había sido un líder comunista canario muy activo en los años sesenta y setenta. Nos reíamos mucho cuando esto ocurría. Y más aún cuando Marín intentaba enmendar su error, amontonando las disculpas y meneando la cabeza, azorado.
Todos estos recuerdos y otros muchos se me agolpan en la cabeza al recordar la figura entrañable de José Antonio y los años que compartimos con él en el Congreso de los Diputados. Agur, Labordeta. Ikusi arte.
Tuve la gran suerte de conocerle personalmente, en una visita que hizo a Eibar.Fué un hombre afable, socarrón y ante todo y por encima de todo UN GRAN SEÑOR.
Además también pude cantar con él, seguro que está dando un recital con su inseparable guitarra allá donde esté. GOHIAN BEGO
Adios, Labordeta.
Te has ido, pero nos has dejado un inolvidable recuerdo de tu calidad humana, tu preciosa poesía, tu magnífica voz.
Es todo un homenaje a «Labordeta». Es un comentario para alguien como Protagonista de su vida.
Estar en el Blog de una forma tan singular con palabras que abrazan su existencia, sin debates identitarios, le da esa cara amable que todos hemos querido de «Labordeta»
Mil ezker Izaskun Fdez.
Todos hemos quedado un poco disminuidos con su pérdida.
¡Era un tipo de puta madre, qué cojones!
Si. Es cierto. No le conocí personalmente peor parecía un buen hombre.
Saludos.
Me emocione cuando retransmitieron algunas entrevistas suyas. Que descanse en Paz.