Durante estos días, en la temporada de Ópera de Bilbao se representa I due Foscari (Los dos Foscari); una obra de Verdi, cuyo libreto, inspirado en el drama de Lord Byron titulado The two Foscari, evoca un trágico episodio registrado en la Venecia bajomedieval, que encierra contenidos de sumo interés y extraordinaria actualidad.
El Dux de la ciudad, Francesco Foscari, se muestra incapaz de impedir la ejecución de la condena impuesta a su hijo por el Consejo de los Diez, que actúa bajo el aliento vengativo de uno de sus miembros, Jacopo Loredano, perteneciente a un linaje históricamente enfrentado al de los Foscari.
La obra nos sitúa ante el grave dilema del Dux, que se ve obligado a optar entre el amor de padre y sus deberes como gobernante. Un conflicto entre la vida privada y la vida pública -más frecuente, por cierto, en la literatura épica que en la de corte dramático; recuérdese el caso de Guzmán el Bueno o el coronel Moscardó- que el Dux, un hombre de carácter débil, no sabe o no puede resolver con dignidad, lo que le lleva a perderlo todo en condiciones extremadamente trágicas: Pierde a su hijo, pierde el poder y pierde la vida.
Pero el libreto refleja también otras dimensiones de la vida política, que al ciudadano de hoy le resultan conocidas y cercanas. El Consejo de los Diez, que dicta la sentencia contra el hijo del Dux, no pretende hacer justicia. Tampoco se limita a aplicar la ley. Actúa animado por un objetivo espurio: El afán de venganza de Loredano, que quiere aprovechar la ocasión para saldar viejas cuentas con los Foscari.
Esta anomalía la denuncia en repetidas ocasiones Lucrezia, nuera del Dux, y esposa del condenado, que al pedir clemencia a su suegro, le recuerda que «Las leyes de los Diez ahora sólo son el odio y la venganza«. El Dux también lo sabe. Sabe que el proceso abierto a su hijo no es más que una parodia de juicio, auspiciada por Loredano para resarcirse de históricos agravios familiares. Sin embargo, asume humilde la resolución condenatoria, porque carece de la energía y el temperamento necesarios para frenar el atropello.
Pero es que, además, es el propio Loredano el que reconoce la bajeza e iniquidad de los motivos que le mueven a promover aquella condena. Cuando ve a Lucrezia llorar, lamentándose de la suerte de su marido, confiesa al público que en aquellas lágrimas «triunfa una venganza«. En el momento en el que la sentencia comienza a ejecutarse, se dirige de nuevo a los espectadores para admitir que «Comienza mi venganza tantos años deseada. ¡Oh estirpe abominable, tu dolor es alegría para mí». Y, finalmente, cuando el Dux cae muerto sobre el escenario, exclama: «¡Ahora estoy pagado!»
Más, Loredano, sólo revela sus verdaderas intenciones al público. Cuando se dirige a los demás personajes de la obra, sus intervenciones son mucho más ortodoxas; más propias de un magistrado. Habla de justicia, de la necesidad de cumplir las sentencias y del deber de observar escrupulosamente las leyes.
Como se ve, piensa una cosa, pero dice otra. Desea vengarse, pero sostiene que sólo pretende hacer justicia y cumplir la ley.
La contradicción entre los motivos que le impulsan a actuar como lo hace y el discurso público con el que se expresa ante los demás, se manifiesta, descarnadamente cuando, tras pensar, en una reflexión interior hecha para sí mismo, que para el Dux «ha llegado por fin la hora fatal tanto tiempo suspirada por mí», asevera -esta vez de modo audible por todos- que «la justicia no se detiene aquí, deben obedecerse sus leyes».
Una vez más, se le llena la boca de apelaciones a la ley y a la justicia, mientras esconde el secreto propósito de desquitarse de un enemigo secular.
Pero tan llamativa como esta radical disociación entre la verdad interior y la apariencia exterior de Loredano, es la cobertura argumental que el coro presta a su falso discurso oficial. Sus desvergonzadas invocaciones a la justicia son avaladas por el coro de la Opera, que contribuye a eufemizar la imagen del magistrado, repitiendo frases como las siguientes: «la justicia nos espera, la justicia que nos hace a todos iguales, la justicia que tiene un espléndido sitial»; «con semejante sentencia el Consejo mostrará su imparcialidad. Que todo el mundo sepa que aquí, contra los culpables, presentes o lejanos, patricios o plebeyos, las leyes son vigilantes e iguales», «aquí no se engaña a la ley, aquí la justicia lo rige todo».
Esta dimensión del libreto, nos pone en conexión con situaciones semejantes que se presentan en la política de hoy en día. Toda Europa especula, por ejemplo, si el modo tan incisivo en el que se está desarrollando el proceso contra Dominique de Villepin por el caso Clearstream, es efecto de la actuación imparcial de la justicia francesa o fruto de la venganza de Sarkozy, que se sirve de su poder presidencial para ajustar cuentas con el viejo compañero de filas que quiso arruinar su carrera política, implicándole en un turbio asunto financiero relacionada con una caja de compensación ubicada en Luxemburgo. El encarnizamiento con el que los jueces están persiguiendo al ex primer ministro galo, huele a desquite.
Pero nos remite, también, a episodios que durante los últimos años hemos vivido en Euskadi con especial preocupación. Jueces que todos sabemos que han venido al País Vasco con la misión de emprender una Cruzada contra el nacionalismo vasco, que justifican sus excesos y arbitrariedades apelando, cínicamente, a la necesidad de hacer efectivas la ley y la justicia, con el apoyo de un coro mediático y político que martillea nuestros oídos por tierra, mar y aire, con tópicos archiconocidos, pero inaplicables al caso, como el de que la justicia debe ser igual para todos -gobernantes y gobernados- o el de que nadie puede pretender sustraerse a la aplicación de la ley.
La judicatura vasca incluye en su seno más de un Loredano que emboza su íntima vocación de restar ímpetu al nacionalismo vasco mediante sentencias ejemplarizantes, con una retórica grandilocuente que habla del Estado de Derecho, la justicia, el imperio de la ley, y la imparcialidad de los jueces.
Enhorabuena, Josu, eres un auténtico artista a la hora de entablar relaciones entre cuestiones aparentemente distantes y distintas. Este me parece un comentario muy acertado y bonito. Aunque reconozco que me gustan la ópera y la política.
Con lo que se ve que la instrumentalización de los poderes jurisdiccionales poniéndolos al servicio de las bajas pasiones personales se ha dado siempre y en todos los lugares. En la Edad Media y ahora. En Venecia, en París y en Bilbao.
Qué aburridos son ustedes los nazionalistas cuando quieren desprestigiar la democracia española, que es una de las más solidas de Europa. Ustedes sí que tienen en Euskadi un régimen poco democrático, con toda la oposición con escolta.
¿Aburridos? ¿Ha dicho usted aburridos, señor Curro el madrileño? Pues a mí me parece que el comentario de Erkoreka aprovecha -magistralmente, por cierto- la referencia a la ópera de Verdi para hacer una denuncia muy certera de lo que en Euskadi ha sido la persecución de Juan Mari Atutxa y del Lehendakari Ibarretxe.
El motor de los jueces era el odio antinacionalista. Las ganas que nos tienen. Pero el ropaje era la palabrería -esa sí que es aburrida- habitual. El Estado de derecho, etcétera. Oso ondo Josu. Horrela jarraitu
Bonito comentario. Invita a examinar la vida política con otros ojos