Hace unos días, el presidente de la Generalitat, José Montilla, era invitado a pronunciarse sobre la oferta que Rajoy esbozó en los días previos, al sugerir la idea de que el Partido Popular pudiera pactar con el PSC en términos semejantes a los que lo ha hecho con los socialistas vascos para participar en el Gobierno de Euskadi. Su respuesta fue clara y terminante: “Ni Catalunya es el País Vasco, ni el PSC es el PSE. Las circunstancias son muy diferentes”.
Ya sabíamos que Catalunya no es el País Vasco. Y también sabíamos -vaya si lo sabíamos- que entre el PSC y el PSE existen diferencias abismales. Montilla aseguró que la posibilidad de que los socialistas y los populares suscriban en Catalunya un pacto a la vasca es igual a cero. Esa hipótesis es, sencillamente, inimaginable. En Euskadi, por el contrario, como todo el mundo sabe, esa posibilidad equivale a cien sobre cien. No sólo no es inimaginable, sino que refleja la más cruda realidad. Porque el pacto es un hecho y los que lo firmaron, no sólo no se arrepienten de haberlo hecho, sino que muestran una satisfacción creciente por ello.



Catalunya se encuentra sumida en una situación incómoda y muy delicada. Durante años ha contribuido con aportaciones cuantiosas al desarrollo de otros territorios del Estado español, pero muchos de los que se han beneficiado de su generoso esfuerzo de solidaridad, siguen viéndola como una comunidad egoísta, cicatera y ruin, integrada por fenicios peseteros y mercaderes avaros. Pero incluso este desagradable trance constituiría un mal menor, si no fuese porque los indicadores oficiales de gasto público denotan ya que las comunidades beneficiarias de la solidaridad empiezan a aventajar a Catalunya en muchos ámbitos de la acción administrativa, sin que a nadie parezca importar lo más mínimo ni el Estado se haya planteado seriamente la necesidad de retocar el modelo. La solidaridad, no sólo no rompe con el arraigado tópico de la codicia catalana, sino que desangra financieramente a Catalunya.