En el último post, prometía una referencia a lo que la llamada Guerra de la Independencia, supuso en el País Vasco. Veamos, en breves líneas, algunas de las razones por las que creo que lo que se nos quiere vender bajo ese pomposo nombre, no acaba de cohonestarse bien con lo que realmente ocurrió en muchos lugares de la península ibérica y, más concretamente en el País Vasco, entre 1808 y 1813.
A lo largo de 1808, las tropas francesas fueron instalándose progresivamente en diversos municipios del País Vasco. Es posible que en algunas localidades se les mirase con resentimiento, como a unos intrusos invasores. Pero, seguramente, no se les acogió con mucha más prevención que a los regimientos españoles que se habían asentado en esos mismos pueblos durante los meses anteriores.
En sí mismo, el hecho de que un ejército eligiese un determinado municipio para asentarse temporalmente en su territorio, no solía ser, precisamente, motivo de alegría y satisfacción para su vecindario. La razón era clara. El alojamiento y manutención de la tropa acantonada en los términos municipales, corría a cargo de la hacienda local, que se veía obligada a invertir en ello sumas ingentes, sin que, por lo común, viera compensado el gasto realizado con las aportaciones del Gobierno. Y quien más perjudicado resultaba del quebranto que ello originaba en las arcas públicas del municipio era, lógicamente, el vecino de a pie. Las elites locales siempre encontraban vías para salir indemnes de la situación.
En mi pueblo, Bermeo, ya desde 1805 comenzaron a tomar posiciones algunos destacamentos defensivos, que obligaron al Ayuntamiento a hacerse cargo de su manutención. El Regimiento de Asturias primero y el de Ibernia después, contaron en la villa con una presencia que, en ocasiones superó la cifra de 100 hombres. No eran tropas francesas, sino españolas. Pero el efecto que su presencia provocaba en el erario público del municipio era igualmente devastador.
A principios de 1808, cuando todavía no habían hecho acto de presencia en la villa los ejércitos de Napoleón, el daño provocado en la hacienda local por la manutención de los soldados, era inmenso. El concejo calculaba que la deuda acumulada por los servicios prestados a las tropas acantonadas en su territorio ascendía a 128.000 reales, de los que, tras intensas gestiones, sólo había sido resarcido por la hacienda real en unos 17.000. Benditas tropas españolas.
Cuando, a lo largo de ese año, las tropas españolas fueron sustituidas por las del ejército de Napoleón, no creo que los bermeanos se sintiesen particularmente compungidos por el cambio de tropas. Venían nuevos soldados, con sus exigencias y sus imposiciones a la caja común del pueblo, pero lo hacían para sustituir a otros que no habían sido mejores. ¿Qué más daba que fueran españoles o franceses? En el fondo, el problema, para ellos, era el mismo. La presencia de tropas alteraba la vida municipal, rompiendo el equilibrio de las cuentas públicas y perjudicando los intereses colectivos. Un ejemplo. Inmediatamente después de hecha la sustitución, el concejo hubo de adoptar medidas drásticas para responder al creciente endeudamiento del municipio, y acordó incrementar sus ingresos fiscales, imponiendo un sobreprecio de dos cuartos al txakolí. Desde ese momento, la vida era un poco más cara para los vecinos.
En el territorio vasco, por otra parte, había colectivos de notables -vinculados, sobre todo, a la burguesía comercial- que no veían con malos ojos la influencia política, social y económica que pretendía ejercer el ejército de Napoleón. Eran los afrancesados, que no constituían, precisamente, un grupo irrelevante. En Bilbao, sin ir más lejos, uno de ellos, el almirante Mazarredo logró que las Juntas Generales jurasen como Señor de Bizkaia al rey José Bonaparte, hermano de Napoleón. En Bermeo, por seguir con el ejemplo anterior, el alcalde Francisco Javier Aranguren Urrutia, de cepa liberal, hizo que el concejo acordase llevar a José Bonaparte, «la acta de presentación de juramento de fidelidad de dichos señores Alcalde, Síndico y Procurador General«. Como se ve, no todo el mundo le consideraba un intruso. Había quien estaba dispuesto a profesarle admiración, adhesión y lealtad. Y que nadie piense que el juramento de fidelidad fue una declaración meramente simbólicaa. El libro de cuentas de ese año registra diligentemente el gasto realizado «en la ida, estancia y buelta de Madrid por los comisionados a presentar al Rey la acta de prestación del juramento de fidelidad«.
Es evidente que no todos los vascos eran afrancesados. El bajo clero, por ejemplo, veía en las tropas napoleónicas una peligrosa vía para la penetración del liberalismo y, tras él, la impiedad, la increencia, la irreligiosidad. Curas y frailes animaron a la insurrección a muchos sectores populares que, por otra parte, tampoco veían con buenos ojos las medidas fiscales que los franceses pretendían establecer. Pero de ahí a considerar que se movilizaban contra el invasor francés animadas por un cálido fervor patriótico, que aspiraba a ver a la nación española definitivamente liberada del yugo extranjero, dista un abismo que no veo fácil de superar.
En el País Vasco, como se ve, la llamada Guerra de la Independencia, tuvo mucho de guerra civil -liberales afrancesados contra clases populares apegadas a las tradiciones- y de defensa a ultranza de una concepción cerrada de la religión que veía al liberalismo como fuente de pecado. Tampoco faltó el componente internacional. La batalla más emblemática, la de Vitoria, fue dirigida por un militar británico, el duque de Wellington, que no era, precisamente, una expresión paradigmática del genio español.
Lo ocurrido en territorio vasco encaja mucho más en el esquema heterodoxo y laico que describe Álvarez Junco, que con el dogma nacional de los patriotas españoles, que se empeñan a moldear la historia a su antojo, con el evidente propósito de justificar el status quo actual.
De verdad, no creo que los afrancesados de mi pueblo que, bajo la batuta de su alcalde, Francisco Javier Aranguren, se desplazaron a Madrid a prestar juramento de fidelidad a José Bonaparte, quepan en el esquema simplista que la intelligentsia hispana nos quiere vender, de una nación expontánea, generosa y heróicamente levantada en armas contra el ocupante extranjero.
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