He tenido la inmensa suerte de participar en una delegación de la Comisión de Asuntos Exteriores del Congreso de los Diputados que esta semana se ha desplazado a El Cairo para conocer de boca de los propios protagonistas la situación política en la que se encuentra Egipto tras el derrocamiento de Mubarak, así como los planes, expectativas y temores que unos y otros abrigan de cara al futuro. En 48 horas hemos tenido que dar cuenta de una agenda de encuentros y reuniones tan intensa como interesante. Intensa, por lo apretado de los horarios a los que se han tenido que ajustar las citas, que nos han obligado a desplazarnos apresuradamente de un lugar a otro abriéndonos paso por las abigarradas vías urbanas cairotas, e interesante, por la relevancia de las personalidades y grupos con los que hemos contactado.
Egipto vive una situación económica extremadamente crítica. Sus indicadores básicos son desoladores. El crecimiento es ínfimo, la expectativa ramplona y los índices de desempleo están por los cielos. Aparte de la riqueza que producen sus recursos geográficos -el canal de Suez-, naturales -particularmente los energéticos- y turísticos, Egipto se encuentra prácticamente ayuno de motores de desarrollo. Su tejido productivo se encuentra tan menguado que en este momento está operando como un lugar de deslocalización, no de compañías europeas o norteamericanas, sino de empresas turcas. Por su parte, el panorama social tampoco puede decirse que sea demasiado halagüeño. Existen enormes diferencias de renta entre unas élites que controla gran parte de la riqueza del país y una inmensa masa empobrecida. Una cuarta parte de los 80 millones de habitantes que registra el país, es analfabeta. La situación es francamente difícil.
Con este complicado panorama como transfondo, en febrero de este año, las revueltas populares que tuvieron como epicentro la plaza del Tahrir provocan la caída del presidente Mubarak, que amenazaba con perpetuar por vía hereditaria las brutales formas dictatoriales y represivas sobre las que descansaba. Cuando cae el régimen, las organizaciones revolucionarias acuerdan ceder transitoriamente el poder al Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas, al que encomiendan la tarea de pilotar la transición. En cuestión de semanas la Junta Militar redacta media docena de enmiendas a la Constitución de 1971, que son ratificadas por el pueblo en referéndum. Con ese y otros materiales la autoridad militar redacta y proclama una Declaración Constitucional de 63 artículos, que es la que en este momento rige la vida política del país.
La caída del régimen ha traído consigo la drástica inhibición del temible aparato de seguridad de Mubarak, que controlaba y conducía con ojo avezado y mano de hierro la vida de los egipcios. También la policía, que durante las revueltas protagonizó algunos episodios represivos, ha perdido gran parte de la autoridad de la que antaño gozaba. Su actitud en la calle -dócil y sonriente- parece implorar el perdón de los ciudadanos por los excesos cometidos. Sin embargo, aunque la delincuencia haya experimentado un cierto incremento, no puede decirse que la inseguridad se haya adueñado de las calles. No quiera generalizar pero, personalmente, no he tenido la sensación de que fuera particularmente peligroso transitar por las calles de El Cairo. Al margen del tráfico, quiero decir.
Con todo, parece evidente que la desaparición de Mubarak de la vida pública, no ha traído consigo la desaparición de todas las estructuras de poder y corrupción que marcaron su régimen. Continúa el Ejécito, que sigue controlando un elevado porcentaje de la economía del país. Continúa una burocracia ineficiente y corrupta que se encuentra cruzada de brazos -más inactiva que nunca- en expectativa de destino. “Nadie firma nada en las oficinas administrativas –nos confesó un empleado público- para no verse comprometido ante lo que pueda venir”. Y continúan, también, ciertas élites sociales y económicas, que hicieron caja con Muibarak y que, ahora, una vez defenestrada su gallina de los huevos de oro, hacen votos por arbitrar alguna fórmula política que haga posible la continuidad del régimen anterior, aunque sea prescindiendo de quien fueran su máximo lider; una especie de mubarakismo material, pero sin Mubarak. De estos sectores refractarios al cambio proceden gran parte de los actos de sabotaje –atentados, desórdenes públicos y otros ataques organizados a la convivencia civilizada, como el acoso violento a los cristianos coptos- que saltan periódicamente a los titulares de los medios de comunicación, haciendo que parte de la población, temerosa y horrorizada ante la eventualidad de un horizonte negro, suspire por el regreso del dictador derrocado.
Pese a la resistencia de los inmovilistas, las fuerzas favorables al cambio trabajan denodadamente por ir construyendo un nuevo futuro colectivo basado en el reconocimiento de la dignidad humana, la democracia y las libertades. Pero el impulso unitario que animó la revolución se va diluyendo poco a poco, porque las personas y grupos que protagonizaron la protesta contra Mubarak, van tomando posiciones en el amplio abanico de siglas y formaciones políticas que poco a poco van poblando el universo ideológico egipcio. Todos estuvieron unidos para derrocar al dictador pero, una vez alcanzado ese objetivo, cada uno de los que empujaron para hacer caer al tirano, ha empezado a defender sus propias ideas sobre lo que ha de hacerse ahora y sobre el modo en el que ha de hacerse. De hecho, los jóvenes revolucionarios de la plaza de Tahrir, han empezado a afiliarse ya a los diferentes partidos que empiezan a poblar el panorama partidario egipcio. Unos han abrazado el partido socialdemócrata. Otros militan en el liberal o en el Frente Democrátio, y así sucesivamente. No creen que el grupo de jóvenes revolucionarios deba continuar desempeñando un papel relevante en la vida política de Egipto. Su misión ha terminado. Ahora es el turno de los partidos políticos.
Muy resumidamente, podría decirse que el escenario político ofrece una imagen tripolar, que va evolucionando progresivamente hacia un esquema bipolar. Por una parte se encuentran los partidos de inspiración islámica, de entre los que destaca por su arraigo, organización e influencia, Libertad y Justicia de los hermanos musulmanes. Pero junto a él se está constituyendo otras formaciones aún más extremistas que lejos de ocultar su impronta salafista, han llegado a reconocer públicamente que la democracia, tal y como la conocemos en el mundo occidental, es poco menos que una abominable herejía pecaminosa. En segundo lugar podrían mencionarse los partidos que en Egipto se agrupan genéricamente bajo el epígrafe de liberales, por su apuesta por la laicidad y su aproximación al modelo democrático de corte occidental. No se trata, como se ve, de un liberalismo equivalente al que conocemos en Europa, sino de un definido en virtud de su rechazo al confesionalismo. Un tercer bloque estaría integrado por partidos de izquierda nacional de inspiración nasserista.. Tampoco en este caso se puede hablar de una izquierda al estilo occidental, sino de una versión propia y específica de la tradición política egipcia, que toma de Nasser el decisivo rol que atribuye al Estado en la gestión de la economía.
Sin embargo, la evolución de los acontecimientos y el propio debate político egipcio está reconduciendo progresivamente este panorama tripartito hacia un escenario dual, en el que la divisoria fundamental no se encuentra en el eje derecho-izquierda, ni en algo análogo a la dialéctica nacionalistas vascos-nacionalistas españoles, que conocemos en Euskadi, sino en la confrontación entre partidos islámicos y partidos laicos; o, si se prefiere, laicistas. A medida que se van decantando las posiciones de unos y otros, se ve cada vez más claro que ese –y no otro- será el debate que domine la confrontación electoral y política egipcia, al menos en esta fase inicial. Hasta tal punto es así que los partidos laicistas están estudiando seriamente la posibilidad de concurrir a los comicios integrados en una gran coalición, que les permita plantar cara en las urnas a los Hermanos Musulmanes, evitando así que la excesiva atomización del voto secularista facilite el triunfo de los islamistas.
Se dice que los Hermanos Musulmanes podrían obtener entre un 20% y un 30% del voto, pero no hay manera de saberlo a ciencia cierta. Las encuestas tienen un valor muy relativo en un país sin cultura democrática y un elevado índice de analfabetismo. Y los laicistas se temen que el mundo rural y los sectores urbanos más marginados voten masivamente a quienes les digan la víspera en las mezquitas. Hoy por hoy resulta poco menos que imposible plantear un debate público sobre las diferencias programáticas que separan a la derecha de la izquierda y a los liberales de los socialdemócratas
Ondo dago, baina momentu honetan Egiptok ez gaitu askorik arduratzen!!
Euskal Herriako politika pil pilean dago, ta zure auznarketak faltan botatzen ditugu.
Entzun dituzu Idoia Mendiak telebistan esan dituenak? Edo Oiarzabalek? Denak gure beharrean eta denak gu kritikatzen. Galduta omen gabiltza edo koldar batzuk omen gara.
Muy interesante el articulo. Creo que, a medida que se vaya afianzando la transición, se irá simplificando el panorama.
Saludos.
Estimado Josu,
cuando hablas de la caída del régimen pero no de sus estructuras… ¿no tre recuerda poderosamente a otra caída de otro régimen que vivimos hace unos años por estos lares?
besarkada bat
Carlos