Todos recordarán el compromiso público que Rodríguez Zapatero asumió en las semanas previas a las elecciones de marzo de 2004, cuando aseguró, en una declaración sorpresiva, que nunca gobernaría si no fuese el candidato con mayor respaldo en los comicios.
Se trataba de un mensaje movilizador, dirigido a estimular a sus potenciales electores. “Si desean que gobierne -les vino a decir- vótenme. Muévanse y movilicen a su entorno. Porque tengan por seguro que si sus votos no me llevan a ganar las elecciones, declinaré la responsabilidad de formar gobierno”.
Pero era, al mismo tiempo, un mensaje arriesgado. Peligroso. Si los votantes afines no captaban el tono apelativo de sus palabras, o no actuaban en consecuencia, el compromiso adquirido iba a obligarle a renunciar al Gobierno, incluso en el supuesto de que la suma aritmética de los escaños favorables a su investidura llegase a superar al total de los contrarios.
En resumen, reducía voluntariamente las opciones para gobernar, pero reforzaba las que retenía.