Alfonso Guerra asegura en sus Memorias (Dejando Atrás los vientos, volumen II) que, pese a lo que digan las leyendas urbanas, él nunca declaró la muerte de Montesquieu. El vaticinio que se le atribuye -el del inminente fin del principio de división de poderes- surgió, según su testimonio, de una errónea -o quizá malévola- interpretación que unos periodistas hicieron de sus palabras, en un almuerzo en el que hablaron de los límites que en ningún caso debería superar el Tribunal Constitucional en su sentencia sobre la Ley del aborto.
Sin embargo, la memoria colectiva ha retenido la imagen de que fue durante el primer mandato socialista -donde Guerra ejerció, precisamente, de vicepresidente plenipotenciario- cuando empezó a hacerse evidente el voraz empeño colonizador del ejecutivo español sobre los otros dos poderes del Estado.
Con todo, la definitiva proscripción de las tesis de Montesquieu, su arrinconamiento radical y “sin complejos”, se llevó a cabo durante la mayoría absoluta del PP, en la legislatura 2000-2004. José María Aznar, cuya niñez y mocedad transcurrieron entre la confortable ubicación en la dictadura de Franco y la entusiástica lectura de las Obras Completas de José Antonio, había asimilado con tal intensidad el principio de “unidad de poder y división de funciones” del régimen franquista, que se empleó a fondo en el empeño de extender los tentáculos del Gobierno por todos los espacios de poder: Agarrotó el legislativo, subordinándolo a los dictados del ejecutivo; aherrojó el judicial, que convirtió en un servil lacayo del Gobierno; ató en corto a las grandes empresas privatizadas, colocando en su cúpula a antiguos e incondicionales amigos, e incluso proyectó su larga sombra sobre el poderoso mundo mediático, al que presionó hasta extremos nunca antes conocidos.
El increíble episodio que hoy hemos vivido en el Palacio de Justicia de Bilbao, es un turbio lodazal que arranca de aquellos pesados polvos. Nadie en sus cabales puede comprender cómo un cargo público electo puede ser procesado por el hecho de reunirse con otros líderes políticos para buscar la paz en un país atenazado por el terrorismo. Si no está para eso -se preguntan los ciudadanos- ¿para qué demonios está? Y, en efecto, así es. El enjuiciamiento del Lehendakari y de los demás cargos públicos por el mero hecho de hablar con otros, es algo incomprensible, que entra de lleno en el terreno de lo kafkiano.
Sin embargo, si ponemos el hecho en conexión con sus antecedentes inmediatos, la cuestión empieza a hacerse inteligible, aunque no razonable. Hubo un tiempo, no demasiado lejano, en el que el presidente del Gobierno español decidió, sin complejos, poner todo el aparato del Estado al servicio de sus intereses y objetivos políticos. Modificó las leyes, sin complejos, creyendo, erróneamente, que el Estado de Derecho es compatible con cualquier ley. Designó jueces, arbitrariamente, encomendándoles, sin complejos, misiones de naturaleza abiertamente política. Narcotizó la opinión pública -y gran parte de la publicada- instalando en su seno, como dogmas incuestionables, planteamientos partidarios perfectamente discutibles. Auspició y financió la formación de plataformas, foros y foritos repletos de intelectuales orgánicos, pensadores serviles y estómagos agradecidos, a los que asignó la creativa tarea de legitimar socialmente y promover la más amplia difusión de sus planteamientos. Todo ello, sin complejos, evidentemente.
Después, puso todo este inmenso dispositivo de combate al servicio de un objetivo político muy claro: El de perseguir sin tregua y con saña al nacionalismo vasco, al que identificó como la encarnación de todos los males, con el fin de infligirle un castigo ejemplificador -la condena penal del Lehendakari podría ser una de ellas; la del presidente del Parlamento vasco ya se hizo efectiva- y propiciar su definitiva neutralización política y electoral.
Todo, como se ve, muy respetuoso con la libertad ideológica, el pluralismo político y las libertades de expresión y asociación.
Sólo así, y desde el apoyo cómplice que durante mucho tiempo le prestó el PSOE, se puede comprender -que no legitimar- el inmenso absurdo político en el que nos encontramos inmersos.
Y es que la democracia española no goza de suficientes mecanismos de garantía y autocontrol. Cuando un ejecutivo fuerte, con amplio respaldo parlamentario, se propone desnaturalizarla, destruyendo algunos de sus puntales esenciales, el sistema se queda inerme, desvalido y sin defensas. Y si en el empeño confluyen los dos grandes partidos del Estado -como ocurrió con algunas de las iniciativas que Aznar adoptó durante su mayoría absoluta- la democracia es, sencillamente, despojada de todos sus mecanismos de defensa. El disidente es asfixiado y su alegato acallado. Las flores desaparecen, la vegetación se muere y la tierra queda desértica. Y al que levanta la voz para denunciarlo, le acusan de cómplice del terrorismo o le procesan por desobediencia en un tribunal designado en la sede del partido que gobierna.
Todo esto es, todavía, perfectamente posible en la democracia española. Si el PP hubiese seguido gozando de la mayoría absoluta que perdió en 2004 y del apoyo que hasta entonces le prestó el PSOE en la defensa de los intereses de Estado, el esperpéntico espectáculo al que hoy hemos asistido en Bilbao, formaría parte de la realidad política más normalizada.
El problema es que el escenario ha cambiado y los jueces que vinieron a Bilbao a prestar servicios en la cruzada constitucionalista contra el nacionalismo vasco, deambulan por sus pasillos como zombis sacados de contexto.
Asunto delicado este. Sólo una pequeña precisión, el Lehendakari no ha sido procesado por reunirse con unos líderes políticos, no. Ha sido procesado por reunirse -de forma evidentemente ostentosa y altanera diría yo- con unos individuos pertenecientes a una organización declarada terrorista.
Puede que otras soluciones para acabar con el terror -esto es bastante discutible- sean menos aconsejables, y seguramente la legislación no es la más adecuada, pero mientras no se cambie, es lo que tiene, hay que respetarla. El Lehendakari también.
Saludos
Tal vez me equivoque pero yo pensaba que se le estaba juzgando, junto con López, por reunirse con un partido político. Si no me equivoco las conversaciones con una organización declarada terrorista fueron las que se llevaron a cabo en Loiola, que sin embargo parece que no han tenido consecuencia jurídica o penal alguna.
Supongo que lo que querías precisar es que se trata de una organización política ilegalizada y, efectivamente, aquí ya entramos a discutir la idoneidad de la legislación vigente.
Aunque Garzón lleva años intetando probarlo en sus macro-juicios, si no recuerdo mal, hasta la fecha no se ha podido demostrar que esa organización política sea tapadera de nada, en cuyo caso no habría inconveniente alguno a su ilegalización. Pero al no conseguir acreditar esa relación se ha tenido que recurrir a leyes a medida y de dudoso carácter democrático como la ley de partidos.
Este juicio no es más que la última muestra de esta forma de actuar.
Un saludo.
Daniel, pués que empiecen con Suarez, Felipe, Aznar, Zapatero, etc. que dialogaron con ETA.
La verdad, la imagen del pasado jueves fue patética. Ver a un Lehendakari delante de un juez por dialogar………..joder! muy duro…
En fin nada nuevo.
Una vez mas los vándalos ejercitan el «imperium dominium» y lo seguirán haciendo mientras siga existiendo un hijo de Aitor en el mundo o una institución supranacional les pare los pies a estos analfabetos de lo que supone la palabra DEMOCRACIA.
JELen
Bien Aitor, y como el Lehendakari –lo de López de estar en misa y repicando es peor todavía- considera que la ley está hecha a medida y es de dudoso carácter democrático, pues se la salta a la torera y a otra cosa mariposa… ¿o tal vez como es una ley española él no se siente obligado a cumplirla?
Iosu, venga, no nos engañemos, lo que es patético y duro de verdad es el miedo, la falta de libertad y el apoyo evidente del que gozan en el País Vasco una panda de fanáticos asesinos.
Saludos
Querido Daniel. En efecto, se trata de una cuestión espinosa y muy delicada. Pero creo que no la abordas correctamente. Batasuna está ilegalizada en España -en Francia no- pero no es una organización terrorista. Es, sencillamente, una organización ilegalizada en virtud de la Ley de Partidos Políticos.
La ilegalización de una organización ha sido siempre, en Derecho, una medida complementaria a las medidas penales o disciplinarias adoptadas contra sus miembros. Primero se sanciona o condena a los miembros por haber cometido delitos o infracciones y, después, como medida adicional, se ilegaliza la organización en la medida -y sólo en la medida- en que haya constituido o constutiya un instrumento para la comisión de delitos.
Con la Ley de Partidos Políticos se invierten los esquemas habituales del Derecho. Como no se puede demostrar en el seno de un juicio penal tramitado con todas las garantías que Batasuna es una organización instrumental puesta al servicio del delito, se acuerda su ilegalización, pero sus miembros -incluidos sus dirigentes- quedan libres de cargos y en pleno ejercicio de sus derechos civiles y políticos.
Como se ve, todo al reves.
Pero lo que se hace mal, siempre acaba mal. Y ahora ocurre que a una persona se le puede detener y procesar por el sólo hecho de actuar en nombre de una organización ilegalizada. No se le acredita ser terrorista, ni complice. No se prueba que haya cometido infracción legal alguna. Su único delito consiste en trabajar en nombre de Batasuna.
Hemos vuelto al delito de conciencia.
Y ya, el colmo es que se pueda hablar con ETA -Carod Rovira lo hizo y quedó absuelto, al igual que los emisarios de todos los presidentes del Gobierno que ha tenido España desde 1975- pero no se puede hablar con alguien cuyo único delito -único, insisto- es el de actuar presuntamente en nombre de una organización ilegalizada, pero no porque era un instrumento al servicio del terrorismo sino porque un juez controlado por el Gobierno lo acordó así.
La verdad es que es un tema muy espinoso. Difícil de defender para quien se encuentre comprometido con la libertad ideológica, el pluralismo político y la cultura de las garantías judiciales.
No soy un experto, pero todos los días tengo que comerme varios sapitos en base a un montón de leyes absurdas, injustas, ridículas, estúpidas y caprichosas. Y no seré yo quien defienda semejante ley –entre otras cosas porque no parece que sea muy resolutiva-, en el fondo parece ser una ley chapuza y timorata para intentar parar el escándalo que se da en instituciones y ayuntamientos.
Pero esta no es la cuestión principal, lo que a mí me resulta difícil de digerir es que el Lehendakari, que debería dar ejemplo, sea el primero que se ponga el mundo por montera. Con semejante actitud no creo que se contribuya mucho a «pacificar»… a partir de ahí sólo queda la ley del más fuerte.
Saludos
Hola Daniel. Para cuando el Lehendakari llega a hacer eso que denominas “ponerse el mundo por montera”, el presidente del Gobierno español -el Gobierno que elaboró el proyecto de Ley de Partidos Políticos e impulsó su aprobación por parte de las Cortes Generales- había mantenido ya cientos de conversaciones, no ya con ciudadanos libres que andaban por la calle, como eran Otegi y compañía, sino con terroristas confesos que se reunían con los emisarios del Ejecutivo en nombre de ETA.
Como ves, la Ley de Partidos Políticos y todo lo que le rodea descansa sobre una enorme hipocresía. Su génesis fue hipócrita y su gestión posterior se ha llevado a cabo con un cinismo inconmensurable. Todo el mundo se ponía el mundo por montera con las leyes aprobadas por ellos y al Lehendakari sólo se le permitía mirar sentado.
A mí el Lehendakari no me pareció un descarado, como dices. Creo que, vistas las cosas, pecó más por ingenuo y bienintencionado, que por lo contrario. Con los cocodrilos que circulan por la vida política española, lo suyo es de una candidez que conmueve.