Durante las últimas semanas, la prensa ha publicado informaciones alarmantes sobre la posibilidad de que Roberto García-Calvo, el magistrado del Tribunal Constitucional recientemente fallecido, hubiera sido objeto de seguimiento y vigilancia por parte de los servicios de inteligencia españoles. Hace unos meses, saltó a los medios una denuncia similar por parte de Manuel Pizarro, cuya escolta detectó un movimiento extraño que el entonces presidente de Endesa y hoy diputado popular, no dudó en atribuir a los servicios de información del Estado.
El Gobierno, por supuesto, lo niega todo.
Pero Pizarro ratificó sus denuncias públicas y nunca se apeó de la tesis de que fue sometido a una vigilancia que pretendía obtener información sobre los pasos que daba en relación a la OPA que Gas Natural presentó contra la compañía que él presidía. Y la revista Época, que fue la que sacó a la luz el caso García-Calvo, insiste en que el joven con el que el magistrado fallecido mantuvo un forcejeo, con ocasión de un incidente de tráfico, era un charli, es decir, una persona que no forma parte de la plantilla oficial del CNI, pero que es contratada por éste para la realización de determinados servicios. Servicios que, en el mejor de los casos, consisten en labores de mera vigilancia y recogida de información sobre los hábitos y andanzas de las personas sujetas a control. Y en el peor, persiguen el propósito de provocar a los vigilados, con el fin suscitar en ellos conductas incívicas, inmorales o abiertamente delictivas que, en caso de ser necesario, puedan ser utilizadas para someterles a chantaje o extorsión.
Como todo el mundo puede imaginar, carezco de motivos para sentirme próximo a García-Calvo o profesar la más mínima simpatía hacia su persona o su obra. Más bien todo lo contrario. No llegué a mantener con él un trato directo, pero es fácil imaginar que, en el plano ideológico, se situaba en las antípodas de donde yo me ubico. Y tampoco descubro novedad alguna si constato que su influencia sobre los trabajos del Tribunal Constitucional se orientaba en la dirección exactamente contraria a la que yo preconizo. Es obvio, pues, que lo que me anima a escribir este post no es el afecto hacia su persona o el propósito de defender lo que él pensaba o representaba. Nada de eso. Si me he decidido a abordar este asunto es, exclusivamente, por compromiso con la defensa de la dignidad y de la libertad individual del ciudadano, que constituyen la base de la democracia.
Fuera cual fuese el perfil personal e ideológico del juez finado, creo que someter a vigilancia política a un magistrado del Tribunal Constitucional -y en esto, equiparo a García-Calvo a cualquier otro ciudadano, ocupe cargos públicos o no lo haga- constituye, en el caso de que las denuncias se confirmen, una gravísima violación de su derecho a la intimidad y una peligrosa puerta abierta al deterioro de las libertades y del sistema democrático.
La proliferación de filtraciones sobre actuaciones o conversaciones privadas que nunca debían haber trascendido al conocimiento público, me parece algo gravísimo y muy preocupante. Hace meses leíamos en la prensa la transcripción literal de una conversación telefónica que Gorka Agirre había mantenido tiempo atrás con un amigo de su juventud. El documento obraba en un sumario que estaba declarado secreto, de modo que, mientras al interesado se le impedía acceder a su conocimiento -limitando, así, su derecho a defenderse- nada obstaculizó que alguien se lo filtrase a los periodistas que lo insertaron en las páginas de un diario. Recientemente, hemos podido leer también la conversación telefónica privada que la presidenta del Tribunal Constitucional mantuvo con una abogada.
La violación de la privacidad se perpetra con toda impunidad sin que nunca hayamos visto que alguien -sea juez, secretario judicial, oficial del juzgado, policía, político o periodista- haya sido procesado y condenado por ello.
Es cierto que, en general, los trabajos de los servicios de inteligencia acostumbran a custodiarse con mayor discreción. Pero eso no atenúa la gravedad de los seguimientos políticos. Aunque no se les de publicidad, cuando se producen grabaciones indebidas o se recogen de manera improcedente otras informaciones personales que irrumpen en la esfera de la privacidad, alguien se beneficia de su contenido y saca de ello un provecho ilegítimo. El ventajismo político con el que juega quien utiliza los servicios de información e inteligencia para conocer con detalle las estrategias, los proyectos e incluso la vida privada de sus contendientes ideológicos no sólo es reprobable desde el punto de vista ético. Tampoco es admisible desde la ortodoxia democrática.
Los socialistas -los del PSOE- ya han conocido denuncias por el uso incorrecto de los servicios de inteligencia e información. ¿Quién no recuerda el escándalo que se originó hace ya algunos lustros por la vigilancia a la que el CESID había sometido a una larga lista del personalidades del mundo de la política y de la empresa bajo la suprema dirección de Narcis Serra?
Se me podrá argumentar que aquellos eran otros tiempos, y lo admito. Pero no sé si del todo superados. No puedo olvidar que en 2002 -ayer mismo- el entonces Secretario de Libertades Públicas del PSOE publicó en El Socialista un artículo en el que se mostraba abiertamente partidario de vigilar a los nacionalistas vascos para conocer con antelación suficiente y, en su caso, poner freno, a aquellas de sus estrategias en las que se pudiera apreciar un sesgo secesionista. Es decir, justificaba el espionaje político puro y duro en nombre de la seguridad del Estado y de la defensa de su unidad. Vergonzoso. Indignante. Abyecto.
Juan Fernando López Aguilar, que después sería designado nada menos que ministro de Justicia defendía en aquél artículo que «para empezar, es absolutamente imprescindible conocer y prevenir futuros escenarios conexos a cada uno de los posibles movimientos secesionistas de las instituciones vascas. El Estado -añadía- ha de estar informado, con mucha antelación, de lo que va a ocurrir, para lo que no resultaría en absoluto inoportuno involucrar, si se hace necesario -y huelga subrayar que en el marco más estricto de la legalidad- a los servicios de inteligencia y análisis a disposición del Gobierno».
Como se puede suponer, la invocación de la legalidad constituye aquí una concesión formal que, obviamente, no pretende menoscabar la eficacia de los servicios. ¿Qué legalidad democrática puede amparar la vigilancia de partidos políticos legales, que actúan en el marco de la libertad ideológica o el espionaje de instituciones públicas democráticamente elegidas? Y si esto era lo que pensaba el Secretario de Libertades Públicas, posteriormente consagrado como ministro de Justicia, no quiero ni imaginar de lo que podían ser partidarios los responsables de Interior o de Defensa del Partido Socialista.
Confieso que no me agradan en absoluto las inclinaciones orwellianas -no sé si genéticas o adquiridas- que exhiben algunos socialistas por ejercer de Gran Hermano. Me repugnan esas incontenibles pulsiones por conocer hasta el último detalle «la vida de los otros».
El pretexto de la seguridad del Estado puede acabar operando como un cáncer que deteriora las células sanas del sistema democrático hasta su total destrucción.
Deja una respuesta