Es sobradamente conocida entre nosotros, aquella frase que Alfonso Guerra pronunció en un mitin celebrado en Sestao, para dejar constancia pública de que las Cortes Generales habían sometido al proyecto de Estatut mayoritariamente aprobado por el Parlament de Catalunya a un profundo «cepillado«.
Recientemente, el veterano militante socialista ha concedido una entrevista a la periodista Maria Antonia Iglesias, en la que revela sin matices las circunstancias en las que se produjo el cepillado en cuestión. Es muy interesante y clarificadora. Conviene leerla.
Guerra comienza observando que nunca le gustó la promesa que hizo Zapatero a los socialistas catalanes cuando les aseguró en un acto público celebrado en Barcelona, que si él fuese presidente del Gobierno, asumiría, sin tocarlo, el texto estatutario que la cámara catalana aprobase para su remisión a las Cortes Generales. Esta afirmación siempre le pareció «desafortunada». Y a su juicio, «Como máximo representante del Gobierno de la nación (Zapatero) siempre tuvo una responsabilidad, aunque fuera indirecta, en todo aquello».
Desde un principio, Guerra advirtió del error que aquello suponía. E intensificó sus advertencias cuando la propuesta de reforma aprobada por el Parlament llegó al Congreso de los Diputados. Al principio no le hicieron mucho caso pero al final sí porque, según argumenta el ex vicepresidente del Gobierno, «el Estatuto que salió no se parece al que llegó. Y tengo que decir, proque es la verdad, que Zapatero me llamó para darme las gracias y felicitarme por mi trabajo».
¿Es posible expresarse con más claridad? Creo que no. No sólo se cepilló el proyecto aprobado por los catalanes, sino que Zapatero le llamó para agradecerle y felicitarle por su trabajo de cepillado.
Eso sí, lo hizo secretamente. Con suma discreción, para que no se notase demasiado que su planteamiento en Catalunya fue fraudulento. Para que no quedase demasiado en evidencia que promete una cosa, hace la contraria, y encima agradece y felicita al que le ayuda a incumplir su palabra.
El problema, por ello, sólo surgió cuando Guerra se fue de la lengua y se puso a contar lo sucedido. Porque una cosa es que la conducta sea poco honesta y leal con la palabra dada y otra, muy diferente, que la deslealtad trascienda y se acabe conociendo por la opinión pública.
Pero esto no importa a Guerra. Y cuando le preguntan por las razones por las que se sintió en la necesidad de desvelar aquel secreto «de Estado», responde:
«Vamos a ver. O sea que se puede hacer pero no se puede decir. Sería una hipocresía. No dije nada más que lo que habíamos hecho. Lo contrario sería puro fariseísmo». Y a renglón seguido remacha: «O sea, se pueden cambiar 168 artículos, pèro no se puede decir. Si se tiene ética, hay que decirlo. Lo que pasa es que decir lo que dije les estropeaba el negocio a quienes les interesaba decir que no se habia cambiado nada. O sea, ¿qué metiene que preocupar más de que algunos no pasaran un mal rato que de aquí nos trajeran un Estatuto que se escapaba de la Constitución? Yo soy de otra madera ¿Qué le vamos a hacer?»
Las revelaciones de Guerra son enormemente ilustrativas para conocer el estilo de Zapatero y los suyos ante las cuestiones territoriales. Prometer a la ligera, incumplir frívolamente lo prometido, agradecer y felicitar a quien propicia y hace posible el incumplimiento de sus promesas y, finalmente, inentar ocultar lo sucedido, para que nada de lo ocurrido trascienda. Tomen nota, señores. Tomen nota.
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