El Estatuto de Gernika se encuentra en el epicentro del huracán político que azota al País Vasco durante los últimos tiempos. Basta una leve aproximación a las declaraciones de los líderes políticos, los artículos de opinión y las tertulias radiofónicas para observar que gran parte de los argumentos que se esgrimen en el debate ideológico sobre el futuro de Euskadi, aluden a él una y otra vez, bien sea para predicar la “estatutolatría”, bien para utilizarlo como arma arrojadiza o bien, -que de todo hay-, para atribuirle el origen de todos los males que aquejan al País Vasco. Muchos de los que antaño lo rechazaron se abrazan ahora a él como si fuera el núcleo de su ideario. Quienes durante años fueron acusados de frenar su desarrollo, no dudan ahora en enarbolarlo como banderín de enganche. Y no pocos de los que se erigieron en sus principales valedores, se debaten seriamente sobre si, a la luz de la experiencia de estos últimos 20 años, merece la pena continuar apostando por un texto cuyo proceso de aplicación lo ha ido dejando tan lejos del espíritu que inspiró su aprobación. Y en el fragor del debate, son muchos los que se preguntan si las nuevas adhesiones que se ha granjeado el Estatuto, son realmente respetuosas con su genuino sentido político o, por el contrario lo desnaturalizan, convirtiéndolo de hecho, en algo distinto a lo que realmente fue aprobado por el pueblo vasco.
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