Corría el año 1971 cuando Pedro Laín Entralgo, publicó uno de sus libros más conocidos, titulado A qué llamamos España. Laín había formado parte del grupo de jóvenes intelectuales que militaron en la Falange durante la inmediata posguerra. Pero ya en los años cuarenta, su pensamiento inició una evolución que, con el paso del tiempo, le llevaría a defender posiciones bastante lejanas a las que, todavía, en los albores de los setenta, daban sustento al régimen del Franco.
A qué llamamos España es fruto del encargo que una editorial encomendó a Laín con el propósito de publicar una gran obra colectiva sobre la cuestión española. En sus páginas, el autor expresa con honestidad intelectual y sincera preocupación el dolor que le produce España.
Laín creía profundamente en España, a cuyo estudio había dedicado varios ensayos. Sentía una honda pasión por España. Pero era consciente de que España –al igual que cualquier otro proyecto nacional- no podía imponerse por vía coercitiva. Como Ortega, de quien se consideraba discípulo, Laín concebía a la nación como “un proyecto sugestivo de vida en común”. Y, claro, si la convivencia era forzada o impuesta, el proyecto dejaba de ser sugestivo para pasar a ser coercitivo. Un “nosotros” ajeno a la voluntad de sus componentes, era cualquier cosa menos una nación.
En 1971, como es sabido, la España franquista se imponía inexorablemente a sus súbditos por la fuerza de las armas. Su proyecto de vida en común era cualquier cosa menos sugestivo. Por ello, Laín se preguntaba angustiado: “¿Cabe unir armoniosamente entre sí, aunque la armonía no sea y no pueda ser idílica, todos los modos de sentir, hablar, pensar y hacer la vida que operan en el cuerpo de la sociedad española?”.
El libro fue escrito, según especifica el propio Laín, “muy cerca de la frontera de España, en el país vasco-francés”. Y, como no podía ser de otro modo, la cuestión vasca está muy presente a lo largo de sus páginas. Laín la vivía con gran intensidad, desde la intuición de que, una vez muerto Franco y fenecido su régimen, el maridaje entre lo vasco y lo español podía resultar problemático. El profesor aragonés se interrogaba una y otra vez si, en un hipotético marco de libertad, sería posible armonizar sin estridencias ni convulsiones la identidad vasca y la española. Su tribulación queda descarnadamente expresada en las siguientes frases: “Tengo muy recientes en la retina dos menudas imágenes del país vasco-francés: sus frontones en los que aparecen simétricamente enlazadas entre sí la bandera tricolor francesa y la bandera tricolor vasca, y el desfile de una banda civil de cornetas y tambores encabezada por un estandarte francés, rojo, blanco y azul, por tanto, sobre el que brillaban, bordadas en oro, las letras de la palabra vasca que daba título a la agrupación: . ¿Será un día posible algo semejante en el país vasco-español?. No soy profeta y no lo sé. Sólo sé que mientras todas estas cosas y otras semejantes a ellas no acontezcan entre el Bidasoa y Tarifa, no habrá dejado de ser conflictiva, y de serlo desde su entraña misma, la vida histórica y social de los españoles”.
Cuando Laín escribía estas líneas, en 1971, era inconcebible que en los frontones de la Vasconia peninsular figurasen “simétricamente enlazadas” la bandera española y la ikurriña. Si alguien se hubiese atrevido a pintarlas, hubiera sido perseguido por la policía franquista, detenido, condenado y encarcelado por subversión. La ikurriña estaba terminantemente prohibida. Pero Laín sabía que, antes o después, esa situación había de tocar a su fin. El franquismo no podía a ser eterno. Y lo que a él le preocupaba era si, una vez muerto Franco y liquidado su régimen, la libre expresión de la identidad simbólica vasca iba a manifestarse o no espontáneamente asociada a la identidad española, tal y como, en su opinión, ocurría en las localidades vasco-francesas situadas al norte de los Pirineos.
Pronto se vio que no. La muerte del dictador hizo posible la legalización de la ikurriña, pero la bandera vasca no vino con la vocación de convivir con la española, sino con la intención de reemplazarla. Conforme la presión policial del franquismo cedía ante el empuje de la libertad, las banderas españolas fueron desapareciendo de gran parte de los municipios vascos y sustituidos por la ikurriña. Y a primeros de los ochenta, la policía española hubo de emplearse a fondo colocando banderas rojigualdas en los mástiles de los Ayuntamientos que no lo hacían en sus fiestas patronales. Así se declaró la que fue conocida como la “guerra de banderas”, que duró varios años. Al colgar por la fuerza labandera española en los mástiles de los ayuntamientos vascos, el Gobierno central echaba por los suelos el sueño de Laín Entralgo. Parecía no darse cuenta de que, en gran parte del territorio de Euskadi, la rojigualda sólo se podía imponer. No cabía esperar que conviviese amigablemente con la ikurriña.
Con el trascurso del tiempo, la presión del Estado se atemperó. Los socialistas, que gobernaban en Madrid, se dieron cuenta de que aquella batalla no merecía la pena. Una democracia no puede imponer banderas. La libertad no es conciliable con la idea de obligar a terceros a utilizar los símbolos de una comunidad de la que no se sienten partícipes. Lo ideal era que cada institución exhibiese en sus sedes y edificios públicos la o las banderas que considerase que mejor reflejaban la identidad política de los ciudadanos.
Después llegó a Aznar, que se empeñó, como se sabe, en reforzar todas las expresiones simbólicas de la nación española. Entre las originales ideas que implementó en esta dirección, cabe incluir la colocación, en la plaza de Colón de Madrid, de una bandera española de 294 metros cuadrados. Los socialistas criticaron duramente la medida, señalando que se trataba de una provocación gratuita para los nacionalistas, pero lo cierto -la cruda realidad-, es que, cuando han podido, no la han quitado. Llevan ya más de cuatro años en el Gobierno y la bandera sigue en su sitio, recibiendo los homenajes habituales de la policía y de las fuerzas armadas, aunque ahora dirigidas por cargos socialistas.
Yo nunca critiqué aquella medida. No me parece mal que exhiban una bandera española en Madrid, donde más del 90% de los vecinos se sienten españoles y se identifican con la rojigualda. Lo que ya no puedo compartir es que se pretenda imponer la colocación de esa bandera en Euskadi, mediante mecanismos coercitivos articulados por vía judicial. Si la mayoría política de una institución como el Parlamento vasco considera que no debe colgarse en su fachada un determinado emblema, me parece una tremenda equivocación imponérselo. Las banderas no se pueden imponer. E intentarlo resulta contraproducente. La bandera impuesta nunca gana prestigio y aceptación. Al contrario, sólo gana animadversión. Como Laín Entralgo apuntara hace casi cuarenta años, esta situación sólo evidencia que «no ha dejado de ser conflictiva, y de serlo desde su entraña misma, la vida histórica y social» del Estado español.
Yo nunca impondría mi bandera a quien no la sintiera como propia. Ahí radica la diferencia entre un nacionalista vasco y un nacionalista español. Ellos imponen sus símbolos. Nosotros no.
Esta bien,pero tu eres abogado,como yo,y la ley dice lo que dice.Y las leyes son para interpretarlas y cumplirlas.Azkuna nos puso en Bilbao las tres banderas,hubo una protesta y santras pascuas.ya nadie se acuerda de eso.Pero si tenemos una constitucion que no nos gusta y decimos que la acatamos tenemos que actar tambien esto y luchar con cabeza por otras cosas.Por eso la desautorizacion que ha hecho el PNV de la presidenta del Parlamento que tiene que cumplir la ley me ha parecido garrafal.
¿Reemplazará la ikurriña a la bandera francesa en los territorios vascos ocupados por Francia?