En el último post, me hice eco del principal argumento-chantaje tras el que se escudan los socialistas para justificar su negativa a hacer efectivas las transferencias pendientes a Euskadi. Pero una cosa es que el PSOE se sirva del mismo para dotar de cierta apariencia de razonabilidad a una decisión política abiertamente criticable y otra, muy distinta, tras él se oculte la auténtica razón por la que los socialistas han adoptado la decisión de congelar el desarrollo estatutario vasco.
Si los obstáculos al proceso de transferencia hubiesen empezado a registrarse con posterioridad al debate que el Parlamento vasco celebró en febrero de 1990 en torno al derecho del pueblo vasco a la autodeterminación, cabría pensar que fue el énfasis que los nacionalistas vascos pusieron en la reivindicación autodeterminista a lo largo de esa década, la que condujo a los socialistas a frenar el proceso de transferencias, condicionando su continuidad a que los partidos abertzales moderasen sus objetivos políticos.
Pero las cosas no ocurrieron así. Como hemos visto, las reticencias socialistas al desarrollo del Estatuto de Gernika datan, cuando menos, de 1983. En aquella época, los nacionalistas vascos -excepción hecha de los encuadrados en la izquierda abertzale- cifraban su estrategia inmediata en el pleno y leal desarrollo estatutario, sin renunciar, por supuesto, a la puerta que la Disposición Adicional abría al acceso a escenario nacionales más ambiciosos. El derecho de autodeterminación formaba parte de su acervo ideológico básico irrenunciable, pero el ejercicio efectivo de este derecho no integraba su programa de actuación inmediato. Existen numerosas declaraciones del Lehendakari Ardanza, que advertía ya, durante su mandato, de la posibilidad de que la oclusión arbitraria y sostenida que los socialistas estaban imponiendo en el desarrollo estatutario, empujase a los nacionalistas vascos a explorar cauces extraestatutarios para avanzar en el autogobierno. Ya en 1986, recién estrenado como Lehendakari, afirmaba: «Algunos dirán que la escisión del PNV ha traído la radicalidad.No es cierto. La radicalidad en cuanto a la demanda se produce como consecuencia del incumplimiento de un Estatuto por el que apuesta el nacionalismo y que, siete años después de aprobado, sigue sin llenarse» (El Correo, 28.11.86). Algo mas explícitamente, en 1992 sostenía lo que sigue: «Dos conclusiones siguen siendo, por tanto, válidas en este decimotercer aniversario del Estatuto. Primera, que el hecho diferencial vasco puede expresarse en el Estatuto plena y lealmente desarrollado. Segunda, que ese mismo hecho diferencial buscará expresiones no estatutarias, si no alcalzamos entre todos su pleno y leal desarrollo» (El Correo, 25.10.92).
Parece evidente, pues, que no fue la eventual radicalización nacionalista la que obligó a los socialistas a replegarse temerosos sobre su propia patria en peligro y a negar unas transferencias que sólo iban a servir para alimentar a gargantúas insaciables que no iban a darse por satisfechos hasta la total destrucción de España. No. La apuesta estratégica del PNV seguía siendo la estatutaria, cuando el PSOE empezó a servirse de su cualificada posición en el Gobierno central -que ocupaba alegremente con holgadísimas mayorías absolutas- para cerrar a cal y canto el desarrollo del Estatuto.
¿Cual fue, entonces, la razón por la que los socialistas optaron por la ciaboga?
Lo que de verdad condujo a los socialistas a ralentizar primero y después tapiar el proceso de transferencias fue la convicción de que el Estatuto de Gernika había ido demasiado lejos; fue la percepción de que el Estatuto había reconocido a Euskadi competencias, poderes y posibilidades de desarrollo futuro que bajo ningún concepto estaban dispuestos a reconocer. Esa es, a mi juicio, la auténtica razón por la que los socialistas decidieron cerrar -y hoy, todavía siguen manteniéndolo cerrando- el desarrollo estatutario. Porque piensan que el Estatuto de Gernika se pasó. Fue más allá de lo tolerable por un patriota español que ama a su nación y busca su cohesión y engrandecimiento. Las competencias sobre instituciones penitenciarias, por ejemplo, o las relativas a la gestión del régimen económico de la seguridad social, eran, sencillamente, inasumibles. Y la Disposición Adicional constituía, abiertamente, un sacrilegio. Por ello decidieron «cepillarse» el Estatuto. Pero no antes de su aprobación, como dice Guerra que hicieron en el caso catalán, sino después de aprobado, publicado y hecho posible su entrada en vigor.
Ahora bien, ¿cuándo se dieron cuenta los socialistas de que el Estatuto vasco configuraba un espacio de poder más amplio del que estaban dispuestos a tolerar?
Cuando pactaron con UCD los pactos autonómicos de los que resultó la LOAPA.
Conviene tener en cuenta a este respecto que el Estado autonómico vigente, no emana directamente de la Constitución. Son los pactos bilaterales, sucesivamente sucritos entre los dos principales partidos políticos del Estado, los que han ido dotando de contenido concreto a un marco constitucional que, en punto al modelo de organización territorial, esboza un dibujo abierto y susceptible de desarrollos distintos, e incluso antagónicos. Y cuando hablo de pactos bilaterales, no me refiero, exclusivamente, a los de carácter autonómico; sean generales o de carácter estatutario. Aludo también a los que, durante las últimas tres décadas, les han servido para acordar la composición de un órgano, el Tribunal Constitucional, que ha desempeñado un papel decisivo en la configuración territorial del Estado.
Ambos -PSOE y PP (antes UCD)- son, pues, corresponsables, a partes iguales, de la construcción del Estado autonómico. Ambos pueden reivindicar su paternidad con idénticas credenciales y es obvio que ninguno está dispuesto a renunciar a un logro, que exhiben como timbre de gloria. Los pactos autonómicos son suyos. Y suyos son todos los acuerdos que han servido para estructura el modelo de financiación autonómica. Los magistrados del Tribunal Constitucional los han nombrado ellos. Y en la aprobación de los Estatutos de Autonomía sus votos han sido los únicos decisivos, con la excepción del vasco y el catalán.
El problema es que en estos dos últimos casos -en cuya aprobación pesaron, también, notablemente, los partidos nacionalistas de ambos de territorios- los acuerdos que posteriormente firmaron los dos grandes partidos del Estado para definir las pautas generales del proceso autonómico, pasaron como una apisonadora por encima de los consensos previamente alcanzados con los nacionalistas de ambos territorios, amputando todas las singularidades que no encajaban en el modelo posteriormente diseñado.
La poda dio comienzo con los pactos autonómicos sobre los que se edificó la LOAPA.
Según refiere Joaquín Almunia en sus Memorias Políticas, la firma de estos pactos «alteró el clima autonómico» y las relaciones del PSOE con los partidos nacionalistas vascos y catalanes. Pero, dejemos que sea él mismo quien nos lo cuente:
«El plus con el que los constituyentes contemplaron la situación de las nacionalidades históricas, que empezó a difuminarse con el referéndum andaluz, sufrió ahora un recorte más amplio, creando gran inquietud en CiU y PNV. La LOAPA, en particular, produjo una profunda quiebra en la confianza de los nacionalistas sobre la voluntad autonomista del PSOE. En algunos momentos, el debate llegó a alcanzar tonos un tanto agrios. La puesta en marcha de la generalización autonómica contribuyó a agrandar aún más las distancias entre ellos y nosotros. Los nacionalistas denunciaron inmediatamente el autonómico, y en algunos aspectos no les faltaban razones para ello»
Leopoldo Calvo Sotelo asegura que (Cfr. Memoria viva de la transición, Barcelona, 1990, p. 110) aun cuando fueron los vascos y los catalanes quienes más eficazmente se opusieron a los Pactos Autonómicos, estos no estaban pensados para ellos, sino para «los demás». Pero en la misma página en la que hace esta afirmación, el ex presidente del Gobierno admite implícitamente que, de alguna manera, también ellos -los vascos y los catalanes- quedaban afectados por una decisión restrictiva del autogobierno que se había adoptado después de aprobados sus estatutos de autonomía, pero pretendía aplicárseles también a ellos.
En efecto, al aportar las razones con las que pretende justificar su proceder, Calvo Sotelo anota que «el título VIII (de la Constitución) y los dos primeros Estatutos eran, a la vez, ambiguos y contradictorios (por lo que) Convergencia y el PNV esperaban -y esperan aún- ir resolviendo a su favor las ambigüedades y las contradicciones, a lo largo de una serie de pulsos entablados con el Gobierno central y ganados por la tenacidad nacionalista». Como se puede ver, el ex presidente del Gobierno sabía que los pactos autonómicos no eran inocuos para los estatutos ya aprobados. Estarían pensados para «los demás», pero es innegable que también les afectaban. Sobre esto, no puede caber duda alguna. Sus efectos constrictores se proyectaban también sobre estos dos estatutos. En el mejor de los casos, sólo pretendían resolver a favor del Gobierno lo que Calvo Sotelo define como los contenidos «ambiguos y contradictorios» que encerraban la Constitución y los dos primeros estatutos.
Pero esto es ya algo. Porque aun admitiendo la tesis de que los pactos autonómicos sólo afectaron a los contenidos «ambiguos y contradictorios» del marco legal, la legitimidad de una operación como la descrita es más que dudosa. Si los textos fundamentales de un régimen político son ambiguos y contradictorios es porque sus redactores han querido que lo sean. Y porque los ciudadanos, al ratificarlos en referéndum, no han tenido inconveniente alguno en aceptarlos como son. Será al Tribunal Constitucional y solo a él, a quien corresponda resolver esas ambigüedades y contradicciones. Nunca a una de las partes interesadas.
Pero es que, además, no es cierto que los pactos afectasen en exclusiva a esos aspectos pretendidamente ambiguos y contradictorios del régimen competencial. Esta es una versión beatífica que Calvo Sotelo aporta para salvar su cara y atenuar la gravedad del atropello que protagonizó, pero que no se corresponde con la realidad. Los pactos instalaron en la legislación y en la opinión pública una orientación pautada y homogeneizada del proceso autonómico que acabó imponiéndose inexorablemente a todos los aspectos del autogobierno: a los ambiguos y a los no ambiguos. A los contradictorios y a los no contradictorios. A todos. Aun después de declarada la inconstitucionalidad de la LOAPA, Calvo reconoce que los Pactos «quedaron en pie y han contribuido a que el curso del proceso autonómico se serenase y pasara (como dicen los estudiantes de hidráulica) de un régimen turbulento a un régimen laminar». Ese era su propósito real: imponer en el proceso autonómico un «régimen laminar», neutralizando las «turbulencias» que producían en el sistema las singularidades de los dos primeros estatutos de autonomía. De lo que se trataba era, precisamente, de laminar esas singularidades.
Sebastián Martín Retortillo, que fue también ministro centrista de Administraciones Territoriales, no tiene reparo en confesar que los Pactos Autonómicos entrañaban, en efecto, una «reordenación global» del sistema y comportaban un «inequívoco alcance limitativo del proceso autonómico», que «no solo trataba de ordenar el proceso a seguir, sino que, de modo notorio, incidía innecesariamente en situaciones estatutarias ya reconocidas» (Cfr. «Reflexiones sobre el tema autonómico», en La década socialista. El ocaso de Felipe González, Madrid, 1992, p. 130). Más claro, agua.
Los vascos y los catalanes protestaron por la tropelía, evidentemente. Y Almunia admite que «no les faltaban razones para ello». Pero Calvo Sotelo elude su responsabilidad, tras un argumento tan endeble como el de que «no era, posible, probablemente, darles (a los vascos y los catalanes) garantías formales suficientes de que aquel esfuerzo ordenador no enervaría el desarrollo (la profundización, como se decía ya entonces) de los Estatutos catalán y vasco».
Por supuesto que era posible. ¿Por qué no lo era? ¿Qué lo impedía? El problema es que no era eso lo que pretendían el Gobierno y su socio el PSOE. Por eso no se dieron las garantías que se pedían.
Como se ve, el patrón del que se sirvieron los firmantes de los pactos autonómicos para definir el modelo de autonomía que acordaron generalizar, no respondía ni al Estatuto catalán ni al vasco. Era un patrón más estrecho que el que sirvió para la aprobación de los dos primeros estatutos de autonomía. Lo cual no resulta extraño porque, según hemos visto, aquellos pactos se concibieron para «laminar» todo aquello en lo que los estatutos ya aprobados excediesen del modelo posteriormente diseñado con el propósito de ser generalizado.
Así se explica el hecho de que, hoy, todavía, casi treinta años después de su aprobación, haya previsiones competenciales del Estatuto de Gernika que no se hayan aplicado. No se aplican porque no caben en el esquema que, después de su aprobación, se diseñó por los firmantes de los pactos autonómicos para generalizar la autonomía. Los nacionalistas vascos y catalanes protestaron cuando se produjo ese atropello. Almunia reconoce que «no les faltaban razones» para el enfado. Pero se queda tan tranquilo.
El PSOE ,que fue coautor de aquel atropello, suscribe plenamente lo hecho y comparte, sin matices, el drástico recorte que los pactos que firmó con la UCD provocaron en el Estatuto de Gernika. Y ahí radica, en realidad, la auténtica razón de fondo que explica su rechazo al desarrollo estatutario. El Estatuto de Gernika -creen en el PSOE- fue demasiado lejos y es preciso lastrar su desarrollo para impedir que el autogobierno vasco pueda alcanzar metas tan ambiciosas. Lo hecho, hecho estaba. Pero en lo sucesivo, no se volvería a abrir la mano. Esto es lo que ocurrió con el Concierto Económico. Si no se hubiese firmado en la fecha en la que firmó, nunca se hubiese aprobado. Hoy, por ejemplo, sería imposible conseguir un Concierto como el vigente. Ni el PSOE ni el PP lo permitirían.
Durante la última legislatura hemos visto que el PP reprochaba al PSOE el abandono de la dinámica de acuerdos bilaterales con la que ambos habían construido el Estado autonómico, para cerrar, en el caso de Catalunya, un acuerdo estatutario que excluía a los populares. No le faltaba razón, al exigir a los socialistas una cierta lealtad. El PSOE había hecho un largo recorrido de la mano del PP y, ahora, prefería juntarse a otros para aprobar un Estatuto que, en lógica coherencia con los pasos dados durante las últimas décadas, debía haberse acordado en primera y principal instancia con el partido de Rajoy.
Pocos sabrían, sin embargo que, años antes, la misma acusación se había producido en sentido inverso. En 1996, cuando Aznar subió al poder, los socialistas hicieron a los populares reproches muy semejantes. Recuerdo una conferencia que Txiki Benegas pronunció en marzo de 1997, en el Club Siglo XXI, en la que acusaba al Partido Popular de maniobrar arteramente «para asegurarse los apoyos que le permitirían el acceso al poder», convirtiendo «a sus, hasta ayer, enemigos irreconciliables, en aliados incondicionales». Se refería a CiU y el PNV, evidentemente. A juicio del secretario de Organización del PSOE, el resultado de la maniobra no podía ser más lacerante para España: «La derecha ha quebrado unilateralmente la vigencia del consenso político e institucional como regla del juego básica que había garantizado el éxito en la construcción del Estado de las Autonomías desde 1980».
Pero Txiki Benegas iba más lejos aún. No sólo recriminaba al PP que se fuera con los nacionalistas vascos y catalanes. Le acusaba también de haber cedido a sus pretensiones, en medida muy superior a la que un buen español, con sentido de Estado, podía cabalmente hacer. Los nacionalistas, a su juicio, «se limitaron a explotar las oportunidades negociadoras que les ofrecía una derecha débil, dispuesta a entregar más allá de lo que cabía sospechar a cambio de su apoyo parlamentariio». Y apelaba a su experiencia negociadora para expresar la convicción de que CiU y PNV «hubieran sellado un acuerdo parlamentario, conformándose con contrapartidas más razonables, si la derecha hubiese demostrado una mayor fortaleza negociadora».
Así, pues, el argumento que niega las transferencias hasta que los nacionalistas vascos no moderen sus aspiraciones, es, además de chantajista, una coartada que permite a los socialistas ocultar, tras apariencias razonables, las auténticas razones por las que han bloqueado el proceso estatutario.
Si de verdad pensasen que los traspasos pendientes son posibles en un contexto de previa renuncia nacional por parte de los partidos abertzales, cabría esperar que algún día volviesen a abrir la espita. Pero el auténtico motivo de su actitud obstruccionista, no es ese, sino el horror que a su sensibilidad nacional produce un Estatuto que franqueó todas las líneas rojas del patriotismo español. Por eso podemos asegurar que nunca harán posible su pleno desarrollo. Nunca.
Brillante exposición Josu!. Lo mejor: las confesiones de los propios socialistas -un ejercicio maravilloso y necesario de hemeroteca que convendría comunicar más y mejor- que desmontan sus sucesivas mentiras respecto a que el parón estatutario ha sido fruto de la deslealtad nacionalista al marco legal vigente. Todo lo contrario: Ha sido el PSOE -apoyado por los del mejor roja que rota- el que ha roto todos los consensos estatutarios e incumplido la legalidad. Pero a veces, en vez de ayudar a que se perciban sus vergüenzas, su enorme deslealtad y falta de palabra, parece que nosotros nos empeñamos en facilitarles las cosas, con actitudes que parecen apoyar y trasladan a la opinión pública (con el apoyo de la brunete mediática) aquello de que el Pnv no actua lealmente. Tenemos argumentos más que suficientes para denunciar la ruptura del marco legal, sin tener que inventarnos otro… de momento.Besarkada!
Por concretar el sentido de mis palabras… A veces parece que huímos hacia delante, con lo que damos oportunidades fáciles para hacer demagogia a nuestros adversarios, en vez de plantarnos con todas las consecuencias. Me parece que ellos pretenden que nos olvidemos de la Disposición Adicional, incluso del propio Estatuto porque, de cara a la opinión pública, les resulta más fácil machacarnos con sus mentiras sobre la Consulta que justificar sus incumplimientos y falta de palabra. Para mi el sentido de la Disposición puede ir más allá incluso de lo propuesto en el Acuerdo para la Normalización. Con la ventaja además de ser ya texto legal, no sujeto a aprobaciones en Madrid. Mi impresión es, repito, que a veces parece que les ayudamos, a unos y otros, a desviar la atención y el debate sobre lo verdaderamente importante…
Suscribo, Edu, lo que dices a propósito de la Disposición Adicional. Le he dedicado muchas horas de estudio y tengo elaborado (y escrito) un análisis sobre sus antecedentes, etiología, alcance y contenido que excede con mucho de las posibilidades del blog, pero creo que es una extraordinaria palanca para nuestro autogobierno, aunque, desafortunadamente, sólo puede ser activada si hay voluntad política. Y hoy, por desgracia, falta esa voluntad
¡Espero poder tener ocasión de leer ese análisis pronto!. Aunque no espero que en el panorama español genere un debate como el que provocaría en el Parlamento Británico…Besarkada!