Durante los últimos días hemos asistido a la enésima crisis del régimen político vigente en Turquía. Lo que ocurre en este país, que hace de puente entre Europa y Asia, resulta de enorme interés para los estudiosos en la política.
El fundador del régimen vigente, Mustafá Kemal -también conocido como Ataturk- instituyó un sistema político rigurosamente laico, que excluía de la vida pública oficial todas las expresiones confesionales. Durante décadas, esta estricta opción por el laicismo constituyó un factor de modernización y de aproximación de Turquía al modelo vigente en el mundo occidental.
El problema es que Ataturk, que fue un militar de gran prestigio, encomendó a las fuerzas armadas de su país la misión de garantizar el laicismo frente a las eventuales desviaciones confesionales. El régimen cuenta también con mecanismos judiciales para impedir la desaparición del laicismo pero, en última instancia, es el ejército el constitucionalmente habilitado para enderezar las cosas cuando se tuercen. Y como en Turquía, un país de mayoría social musulmana, los partidos políticos de inspiración confesional obtienen importantes apoyos electorales, la democracia se encuentra acosada por dos frentes, a cada cual más peligrosos: La posible implantación de la Sharia, o ley islámica, que en sus aplicaciones más estrictas resulta incompatible con un régimen de libertades respetuoso con los derechos fundamentales o, alternativamente, el pronunciamiento militar. Menudo dilema.
Si al sistema se le permite funcionar con arreglo a su propia y singular dinámica, los partidos islámicos del país, con importante y creciente apoyo en las urnas, pueden aprovechar su acceso al poder para forzar la evolución del régimen turco hacia una especie de república islámica islámico que convertiría a la Sharia en su norma fundamental. Y la Sharia, que entre otras cosas, consagra la subordinación de la mujer al hombre, supone el fin del modelo democrático, tal y como lo conocemos en el mundo occidental. Es necesario, pues, impedir que esto se produzca. Y los turcos lo hacen. Hace ya algunos años, fue ilegalizado un partido político islámico que contaba, aproximadamente, con la tercera parte de los escaños del Parlamento. El riesgo de que el régimen degenerase hacia un modelo de corte islámico era era real.
Pero el principal mecanismo establecido en Turquía para evitar esta degeneración, pasa, en última instancia, porque los militares tomen el poder y reestablezcan por la fuerza la laicidad proclamada en la Constitución. Y la idea del ejército erigido en árbitro y garante del sistema -como bien sabemos en los países en los que se han vivido dictaduras militares- tampoco resulta compatible con la democracia. Es, por el contrario, lo más antidemocrático que cabe imaginar.
Esta es la paradoja turca. La garantía de la democracia, destruye la democracia.
También aquí, entre nosotros, determinadas medidas instituidas por el poder central con el pretendido propósito de salvar la democracia de sus enemigos, está erosionando las bases del propio sistema democrático.
El caso turco nos debería dar que pensar.
No hay dictador en la historia de la humanidad, que no haya acompañado su acceso al poder con medidas antipluralistas y liberticidas como la de la ilegalización de partidos políticos.
Deja un comentario