Iñaki Anasagasti y yo hemos hablado en numerosas ocasiones sobre los presidentes de las Cortes franquistas que todavía figuran en la amplia galería de retratos al óleo que alberga el Congreso de los Diputados. Es una indecencia que una institución representativa y democrática, como es el Congreso, evoque por igual a los ex presidentes de la cámara que fueron elegidos por el pueblo en unos comicios abiertos y libres y a los que fueron designados por un dictador con el propósito de dotar de apariencia democrática a un régimen rigurosamente autocrático.
Una cámara representativa, llamada, por definición, a desempeñar una función esencialmente democrática, no puede ignorar el modo en el que accedieron al cargo los ex presidentes de la institución cuya memoria se empeña en mantener. No puede hacer tabla rasa del hecho de que, mientras algunos de ellos simbolizaron e irradicaron valores democráticos, otros consagraron su acción pública a la triste tarea de apuntalar una tiranía.
Es, por otra parte, un error -un error mayúsculo, me atrevería a apostillar- considerar que la institución que presidieron Esteban Bilbao o Antonio Iturmendi -las Cortes franquistas- fuera esencialmente la misma que, desde el año 1978 han presidido Gregorio Peces-Barba, Felix Pons, Federico Trillo, Luisa Fernanda Rudí o Manuel Marín y que ahora preside José Bono. El edificio que les sirve de sede, es el mismo, sí. Y el Estado sobre el que ambos proyectan su actividad normativa es también el mismo: el Estado español. De esto no cabe duda. Pero la institución no es la misma. Aquella fue una cámara que se limitaba a hacer la corte al dictador. Un simple ornamento en un régimen que concentraba todos los poderes en un Jefe del Estado impuesto por las armas. Esta es una cámara representativa y democrática, vocada a expresar y encauzar la voluntad mayoritaria de los ciudadanos.
Tampoco puede afirmarse, en rigor, que las Cortes franquistas sean el antecedente inmediato del actual Congreso de los Diputados. No. El antecedente del Congreso fueron las Cortes de la II República; la última institución representativa que rigió en el Estado español.
Por todo ello, no acaba de entenderse el empeño que hasta la fecha han mostrado los presidentes del Congreso de los Diputados de los últimos treinta años, para equiparar, en su mirada retrospectiva, los ex presidentes democráticos, con los amigos de la dictadura. Es una actitud equivocada que merece ser criticada y, a ser posible, corregida.
Sin embargo, el problema es mayor de lo que a primera vista pudiera parecer. Lo que ocurre en el Congreso de los diputados no pasaría de constituir algo anecdótico si no fuese porque se inscribe en un contexto más amplio, en el que se evidencia un peligrosísimo déficit de discernimiento que afecta a asuntos en los que resulta imprescindible, para todo demócrata, saber distinguir, y hacerlo con precisión.
En efecto, la confusión entre cargos democráticamente elegidos y cargos designados por el jefe dictatorial de un Estado fascista, no se produce solamente en la cámara baja. Se constata igualmente en la práctica totalidad de las estructuras administrativas del Estado. De manera que el Congreso no es, en esto, una excepción, sino una concreta expresión -una más- de un fenómeno ampliamente generalizado en el aparato burocrático del Estado.
Hace un mes tuve ocasión de visitar la sede histórica del Ministerio de Asuntos Exteriores en el Palacio de Santa Cruz. Pues bien, pude comprobar que allí ocurre exactamente lo mismo que hemos denunciado en el Congreso de los Diputados. En la zona en la que se exhiben los cuadros de los ex ministros del ramo, se puede apreciar que, entre Fernando de los Ríos y Francisco Fernández Ordóñez, figuran ministros franquistas como José Félix de Lequerica, Antonio Martín Artajo o Fernando María Castiella. Todos ellos conformando una misma serie, en la que, al parecer, apenas influye el hecho de que unos desempeñaran sus servicios en regímenes de libertad y otros ocuparan puestos en gobiernos autocráticos.
Y como en Exteriores, ocurre en el resto de los ministerios que han mantenido una cierta continuidad temporal: Interior, Hacienda, Defensa, Fomento, etc.
El hecho es grave. Muy grave. Pero creo que es reflejo de una manera de pensar muy propia del nacionalismo español. España -creen- se ha ido consolidando como estructura pública estatal, a lo largo de un largo proceso histórico en el que no pueden apreciarse sobresaltos o rupturas de tracto. La España actual es, en su opinión, el resultado de un continuum histórico en el que unas estructuras burocráticas y sus correspondientes cargos unipersonales han ido sucediendo a otros, sin solución de continuidad, de manera que cada uno ha aportado su pequeño grano de arena a la tarea común, sin que ninguno de ellos pueda ser despreciado o considerado de inferior condición.
Esta actitud -propia, insisto, de un nacionalismo español esencialista, de raíz institucional- no encierra, necesariamente, mala intención o apego hacia fórmulas de gobierno autoritarias. Obsérvese que he escrito «necesariamente», porque no descarto la posibilidad de que, en algún caso, sea un fruto consciente y deliberado.
Cuando Marcelino Oreja, en su discurso de ingreso en la Academia de Ciencias Morales y Políticas, evoca la figura de Castiella y aplaude los imponderables «servicios que prestó a España» desde el ministerio de Exteriores, parece no darse cuenta de que el ministro bilbaíno cuya trayectoria ensalza en términos tan elogiosos, trabajó, en realidad, para hacer efectivos los designios de un dictador que se impuso sobre el pueblo a sangre y fuego y, durante cuatro largas décadas, mantuvo en pie un régimen ferozmente liberticida, que arrojó a los disidentes a la cárcel, la tortura o el exilio. Sus pretendidos servicios a España fueron, en puridad, servicios prestados al diseño geoestratégico de un sátrapa que sólo perseguía apuntalar su poder, y no servicios ofrecidos al pueblo libre y soberano. Porque la acción exterior desarrollada por Castiella contribuyó notablemente a consolidar internamente a Franco, a través de su legitimación internacional.
Alguien me objetará que el de Marcelino Oreja no es el mejor ejemplo, porque su presencia en el aparato burocrático del Estado data de la etapa franquista, aunque su acceso a la condición de ministro no tuviera lugar hasta después de iniciada la transición. Es normal -se me dirá- que intente salvar la cara a los que trabajaron junto a él, codo con codo, en la consecución de los objetivos de política exterior esbozados por el Caudillo.
Vale. Asumo la objeción y cambio de ejemplo.
Cuando ministros de inequívoca convicción democrática, como Fernando Morán o Miguel Angel Moratinos, mantienen en la galería del Ministerio de Exteriores el retrato de un fascista de tomo y lomo como Lequerica, incurren, en el fondo, en ese mismo error de concepción, que descansa sobre una España esencial construida progresivamente y de forma lineal por sucesivas generaciones de burócratas, en la que todos los eslabones han hecho su pequeña aportación a la gran misión colectiva de construir la nación de todos.
En esto, creo que la España esencial se impone a la España democrática. Lamentablemente, es así. Y digo lamentablemente, porque esta visión acusa evidentes fallas desde el punto de vista democrático. En su cosmovisión política, la idea de España se encuentra por delante de la idea de la democracia. Consideran a la (su) nación, como un prius a la opción democrática. Primero es España y después la democracia. De manera que la democracia no puede amputar la historia de la nación, ni ignorar o degradar un determinado período del pasado nacional, por el mero hecho de que no sea democrático.
Como se ve, tenemos mucho trabajo por delante.
Kaixo Josu: por supusto ,como bien dices queda mucho por hacer ya que el planteamiento que espones es muy correcto , es lo que sigue pasando el nacionalismo español. A las barricas de txakoli o de vino hay que filtrar el caldo y hacer los trasbases en su momento oportuno para disponer de un producto adecuado a la cosecha ( en este caso democracia de barria sin trasbase ) pero desgraciadante hay mucha gente que piensa que en el/la pez de la barrica esta la esencia del naciaonalismo español y pienso que es un gran error ya que los trasbases ban limpiando el lodo y dejando cada vez un caldo mas trasparente y agradable , cosa que le falta a la joven democracia española .Saludos eta aurrera .Besarkada bat.
Es un tema que tiene mucho que desgranar. Por ejemplo, a mí me sorprende que una república como Portugal, siga honrando con cierta naturalidad la figura de sus monarcas.Éste caso me parece que no cuesta nada descolgar cuatro cuadros. Pero en el caso de monumentos como el horrendo valle de los caídos, no cree que se deben mantener? También los Invalides es un homenaje sospechoso al pequeño corso y además de un gusto discutible, pero no creo que se debiese pasar un bulldozer por encima.Me gustaría saber su opinión.Ahora, en mi línea, le voy a meter el dedo en el ojo, si me lo permite…Si los españoles somos así, tan atávicos y tribales, que más le da a usted? JejejeA mi último comentario no me respondió (tampoco al email, pero eso lo considero lógico por su agenda)
Querido Juan Félix, si alguien sigue creyendo que la clave del buen txakolí está en el fondo de la barrica, debería mudarse a Atapuerca. Sólo en ese escenario, su pensamiento se correspondería con el entorno.
Eduardo pone en valor la reflexión sobre los símbolos que evocan un pasado autoritario. Coincido con él en que es un asunto que tiene mucho que desgranar. Los países no pueden olvidar su pasado. Y en el pasado de todos los países -de todos- existen episodios poco conciliables con la idea democrática. Pero para evocar gráficamente el pasado están los museos.
Yo no predico la destrucción de todos los retratos de Lequerica, de Martín-Artajo, de Serrano Suñer o incluso del propio Franco. Antes al contrario, soy partidario de conservarlos y cuidarlos, por escaso que sea su valor artístico. Lo que no comparto es su exaltación su ubicación destacada en una institución democrática, que no puede ser políticamente imparcial -como debe ser la historia- cuando se trata de tomar partido entre la dictadura y la democracia.
Tampoco creo que la solución al Valle de los Caídos sea la de someterlo a los devastadores efectos de la piqueta. Pienso que la opción de la Ley de Memoria Histórica es, básicamente, correcta. Prohibir su utilización para exaltar la figura del Caudillo y hacer apología de su régimen, procurando su destino a usos exclusivamente religiosos.
En fin, Eduardo, no creo que «los españoles» -así, genericamente- sean atávicos y tribales. Me gusta discernir el grano de la paja. Algunos los son. De eso no hay duda alguna. Pero otros tienen de tribales lo lo mismo que la quinta avenia de New York. O sea, nada. ¿Por qué me interesa el asunto? Pues, sencillamente, porque soy miembro del Congreso de los Diputados y, entre mis funciones como parlamentario electo, figura la de controlar la actuación del Gobierno. ¡Qué se le va a hacer! A lo mejor mañana dejaré de serlo. No lo sé. Pero mientras lo sea, estas cosas me interesan.
Estoy de acuerdo con el criterio expresado ya que nos guste o no nos gusto forman parte de la historia pero sus retratos o simbolos de caidos por la patria pueden pasar a archivos de bibliotecas pero no figurar en lugares de prestigio como sucede en el club de La Bilbina dnde laplaca de los caidos sigue figurando en la eslera principal.